Adiós cigüeña, adiós

29 de agosto 2025 - 03:07

Cucha, cucha. Las exclamaciones de los viandantes desalojaron de sopetón a Emma del estado de ensimismamiento en que se hallaba y que se verificaba en sus pasos tardos, espaciosos, en su espalda levemente encorvada, en los brazos cruzados bajo su exiguo busto, en su redondita cabeza gacha y en esa mirada como de autómata que apenas si recataban las Ray Ban que le regaló por Reyes el zangolotino ese que un día, a qué mala hora, se cruzó con ella. No obstante la premura —cinco minutos tenía para estar en un piso de la calle San Marino donde limpiaba por diez cochinos euros la hora—, Emma se detuvo, se quitó las gafas de sol, alzó la vista y vio directamente lo que el grupo de curiosos veía a través de sus móviles bien para fotografiar, bien para grabar vídeos, a saber, un cielo enmarcado de edificios en el que evolucionaba, sin formación, cada una a su aire, un centenar de cigüeñas blancas. Vivió su infancia gaditana en San Roque y asociaba esos años a la imagen de una larga vía de tren jalonada de torretas de alta tensión coronadas de aparatosos nidos en los que siembre montaban guardia esos zancudos y ridículos centinelas. Desde entonces se interesó por esa especie y sabía que la estancia Almería constituía algo así como una escala técnica en su periplo migratorio hacia África. Emma aupó la mirada un poco más hasta encaramarla a la albardilla de la cornisa del hotel Elba donde se había posado una comparsa de cigüeñas, las cuales, con su silenciosa quietud, parecían homenajear a don Tancredo o remedar grotescamente la columnata de Bernini. Desde ahí las aves parecían columbrar cariacontecidas el parque canino de Villablanca. «Sí, amigas mías — se dijo Emma—, ya veis, España ha canjeado niños por perros. El grávido hatillo colgando de vuestro pico es historia. No pintáis absolutamente nada. Idos con viento fresco. O, mejor, con las corrientes ascendentes de aire cálido al continente africano. Allí seguís representando la fecundidad y la esperanza, al menos hasta que el Dinero lo permita.» Emma reanudó su camino al trabajo, por así llamarlo, enfilando la calle Felipe II. Iba rota. Esa tarde tenía cita en Tofetsa. Le harían una ecografía y una analítica, pero ya le habían advertido de que a partir de las 23 semanas de gestación la técnica de la inducción sería insalvable. Ella frisaba en 20. Por suerte, la clínica no cerraba en agosto. Ni siquiera en la semana de feria.

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