Cuarto de Muestras

El baile

Se miran unos a otros con cierta sorna, conscientes del disfraz y de lo que les favorece

Parece un programa de los que emiten después de comer escudriñando la vida de alguna especie animal. La cámara muestra el menor de los movimientos, la grandeza del cortejo y el apareamiento, el misterio de la naturaleza y sus sorprendentes mecanismos de conservación. Miro desde la terraza un autobús que espera bajo la puerta de casa.

Vienen en grupo, nerviosos y atolondrados a la vez. Se atusan el pelo, se retocan la pajarita, se recolocan el fajín. Se miran unos a otros con cierta sorna, conscientes del disfraz y de lo que les favorece. La mayoría lleva el esmoquin prestado, por eso no le queda a ninguno perfecto, con esa maravillosa imperfección de quien va a estrenar una vida casi intacta, dejándose llevar por el jeroglífico de las relaciones sociales. Forman la incipiente nata de la juventud en la que disimular o exagerar sentimientos, lograr pequeñas aspiraciones y, sobre todo, cumplir el deseo de aceptación que en esa etapa es necesidad imperiosa.

Hay a quien se le ve cómodo y parece que hubiera nacido para vivir perennemente la fiesta de la vida, para alumbrarla. Otros no pueden disimular su timidez e incomodidad por más que su madre le haya pasado revista antes de salir de casa. De repente, uno se vuelve y los demás le siguen porque se acercan al autobús cuatro o cinco niñas vestidas de largo. Casi todas de negro porque a esa edad hay deseo de parecer más serias, delgadas y atractivas, menos niñas. Una de paso firme y mirada fugaz lleva un vestido azul pavo que se vuelve osado ante la monocromía, pero esconde la mayor vulnerabilidad: no ir como las demás. Muestran su fragilidad e inexperiencia calzando tacones, luciendo escotes vertiginosos, ocultando su pudor aún adolescente. Las melenas sueltas vuelan como la imaginación. Algunas llevan unos rizos libres e indomables por más que los hayan intentado someter con cremas y aceites. La pintura les hace parecer más niñas aún y en sus labios brilla el fulgor evanescente de una manzana antes de ser mordida.

Se escuchan carcajadas, una algarabía de patio de colegio recordando que todavía son niños, vencejos revoloteando a la caída de la tarde. Por fin llega el más rezagado, entre las teatrales protestas del resto. El autobús arranca hacia la vida que se pone de largo en una jovencita que cumple 18. Después llegará el baile con sus giros inesperados. Que no pare la música, que no amanezca.

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