Un relato woke de la extrema izquierda
Cien días de soledad
Algunos meses después, frente a la cuartilla de papel donde un solitario enunciado requería hacer una redacción sobre el tema de la Hispanidad, Aureliano había de recordar aquella mañana en que su familia aterrizó en Barajas con el propósito de iniciar una nueva vida en España. En el aeropuerto de El Dorado, Bogotá, nadie había apercibido a los Buendía del trastorno que suele ocasionar en los viajeros el vuelo transatlántico al cercenarle cerca de siete horas al día, bien que la jornada ofrezca como contrapartida el espectáculo de contemplar dos amaneceres, arrebolado y sangriento el cachaco, límpido y ceniciento el chulapo, avecinados más de la cuenta gracias al movimiento de rotación de la tierra. Fue quizá en algún punto de esa larga travesía donde la abuela Úrsula debió de extraviar su alma, la cual no recobraría sino ya algo mudada y marchita dos semanas más tarde, tiempo en el que no abrió la boca más que para comer los marañones que sacaba de una talega blanca de lino. Sin embargo, a raíz de ese aciago trance, Úrsula jamás recuperó la facultad que le granjeara en su tierra cierta fama de chamana y que consistía en darle al tiempo la vuelta como a un calcetín, según demostraba la destreza suya de barajar a ciegas los naipes y cesar la operación justo en el momento en que la baraja está ordenada como de estreno, esto es, con las cartas colocadas de menor a mayor, del as al rey, y con los palos dispuestos en oros, copas, espadas y bastos.
Lo de la abuela constituyó el primer eslabón de una larga cadena de desgracias, infortunios y decepciones que los Buendía sufrieron en su proceso no tanto de adaptación cuanto de encaje en un Ruedo Ibérico convertido en McDonalds. Así como el viejito con demencia que cuidaba mamá Amaranta no reconocía a sus hijos ni a sus nietos y reaccionaba ante el espejo con el sobresalto de quien se topa inopinadamente con un rostro extraño y hostil, así la madre patria —o la tatarabuela patria— daba libelo de repudio a los descendientes de su pasado imperial, desamparándolos y motejándolos de Machupichus o Panchitos, y se despreciaba a sí misma cegando las fuentes de sus tradiciones y, lo que es más grave, pauperizando el tesoro de incalculable valor de su lengua. Aureliano no veía muy lejano el día en que sus compañeros de clase terminarían por entenderse señalando las cosas con el dedo, en una suerte de Macondo inverso y apocalíptico. (A Dina)
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