nueve cuadros de la Frick

La escuela pictórica española se cuenta con muy pocos nombres de colosal altura

En estos días el Prado exhibe en Madrid la totalidad de las obras de escuela española que la Colección Frick de Nueva York posee en su sede de la Quinta Avenida. Henry Clay Frick fue un magnate estadounidense del ferrocarril, el carbón y el acero, que atesoró desde finales del XIX una colección espléndida de arte europeo, materializada más tarde en institución museística. Demostró un fino olfato y un gusto exquisito, pues la colección, muy depurada, solo atesora piezas de extraordinaria calidad. A la hora de representar a la escuela española se centró en los tres grandes maestros indiscutibles: Velázquez, Goya y el Greco. Adquirió obras fundamentales de cada uno de ellos y un autorretrato de Murillo; en total son nueve cuadros que quitan el hipo cuando se está frente a ellos. Su colección se materializó antes de la eclosión de artistas como Sorolla o Zuloaga, que muy bien la completarían de forma concluyente. De Goya impone el gran cuadro de La Fragua, de los años posteriores a la Guerra, verdaderamente magistral, con uso insistido de la espátula en grandes superficies y paleta idéntica a otras obras del período como El Coloso. La ocasión es propicia para que los conservadores del Prado cotejen ambas obras y destierren definitivamente las tontunas y disparates de Wilson-Mena. También de Goya hay tres retratos impresionantes, uno de ellos de última época, tan despojado y moderno. De Velázquez el Felipe IV en Fraga, acaso el más espectacular retrato que el sevillano hiciera del monarca, con su realismo tan objetivo, tan verdadero, y su maravilloso acorde en rojo y plata. Del Greco el retrato más impresionante que saliera de su mano, el Vicenzo Anastagi de cuerpo entero, con una composición audacísima que es un auténtico tour de force, un magistral San Jerónimo que es otro retrato en realidad, penetrante y acojonante, y una pequeña versión de La expulsión de los mercaderes del templo. Frick acaparó la esencia de la pintura española en tan solo nueve cuadros de enorme altura artística y en tres autores inmensos. Son comunes a todos ellos –la mayoría retratos, por cierto- un realismo austero y despojado de retóricas o artificios y una ejecución de pincelada bien visible, donde la materia franca y austera que impregna el soporte es la clave de la belleza plástica. Y evidencia también que la escuela española se cuenta con muy pocos nombres de colosal altura; todos los demás sobran en el contexto general de la historia del arte europeo.

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