Si uno repasa los resultados de las diferentes citas electorales de la moderna democracia española, observa que el nivel de participación en las elecciones municipales se sitúa siempre por debajo del nivel de participación en las elecciones legislativas. Esa constatación, más allá de oscilaciones lógicas según las circunstancias de las diferentes coyunturas, pone de manifiesto un fenómeno, para mí, desconcertante: el ciudadano español se implica bastante más en las grandes confrontaciones (por lo general no tan influyentes en la concreción de su realidad cotidiana) que en aquellas otras en las que sí se dilucidan asuntos que le afectan de forma directa e inmediata.

Son cuatro las motivaciones que suelen ofrecerse para la abstención electoral. Puede ésta, en primer lugar, revelar un cierto grado de apatía política en cuanto signo de aprobación y conformidad con el orden establecido. Propia de democracias sólidas, se configura como una apatía legitimante de una continuidad aceptada. En segundo lugar, en otros casos el abstencionismo encierra una actitud de resistencia pasiva que denota una relativa inconformidad social. Representa entonces una suerte de protesta cívica para con el estado de la situación política, o para con decisiones concretas del poder. A veces, en tercer lugar, quien no acude a las urnas lo hace intencionadamente, renunciando a sus derechos como fórmula estratégica para evadir compromisos y/o responsabilidades en la conformación de la voluntad común. Y finalmente cabe identificar un último tipo de abstención –entiendo que el menos explicable y el más decepcionante– que tiene que ver con la atrofia política para la participación social, con ese sentimiento, producto de una débil formación cívica, que le impide al individuo reconocerse como actor político, como elemento decisivo y decisorio en la llevanza de los asuntos públicos.

No seré yo quien afee la conducta de nadie. Pero, siendo tan esencial lo que hoy está en juego, sí me parece que puedo exigir de mis convecinos que, al menos, reflexionen sobre su porqué en la dejación de un derecho que nos ha costado tanto conquistar. En la seguridad de que quien se abstiene también vota, y casi siempre a favor de quien no desea, me incumbe que sus razones, aun sólo para él, sean queridas, fundadas y coherentes. Se trata al cabo, de un deber de respeto y de mutua lealtad del que nadie debiera liberarse frívola e inconscientemente.

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