Desornamento y vulgaridad

28 de agosto 2025 - 03:09

En 1908 el arquitecto Adolf Loos, padre y gurú de la modernidad incipiente, pronunció una conferencia titulada “Ornamento y delito”, que más tarde se publicó en 1913, constituyendo una suerte de manifiesto contra la ornamentación en la arquitectura, de amplia influencia posterior, especialmente en el desarrollo del movimiento moderno, la Bauhaus y el racionalismo arquitectónico. Loos demonizó los recursos decorativos de la gran tradición clásica occidental, oponiéndolos al desarrollo cultural de la civilización contemporánea. Propugnó un utilitarismo en los espacios habitables y en los objetos cotidianos opuesto a toda ornamentación, como una filosofía racional y salvadora; “librarse del adorno es un signo de fortaleza espiritual”. Y dando un paso más arriesgado aún, calificó el adorno como un desperdicio de mano de obra y de material, un gasto innecesario y censurable, afirmando que “la ornamentación superflua es degenerada, criminal y deshonesta”. En su arquitectura, en cambio, fue incapaz de eliminar todo rastro ornamental, de molduras y otros elementos, pues cayó en la cuenta de que la sociedad aún no estaba preparada culturalmente para prescindir de forma absoluta de la gran estética clásica. Ni estaba ni está. El mundo clásico, el que nos define culturalmente como civilización, nació en Grecia y Roma lo expandió. Tras el lapso de la Edad Media, la Edad Moderna recuperó su discurso en el Renacimiento y lo desarrolló hasta principios del siglo XX sin cortapisas, reformulándolo y usándolo sin límites aparentes, tanto en el Barroco y el Neoclasicismo como en el eclecticismo decimonónico. La arquitectura clásica, con sus órdenes, molduras y elementos discursivos, es la gran Creación de nuestra Cultura. Compagina utilidad y belleza de una forma magistral, su lenguaje es conciso y racional, y las molduras y otros elementos decorativos cumplen una función de dignificación y conservación. Las molduras dividen y compartimentan los paramentos, minimizando el impacto visual de las grietas y deformaciones, manteniendo siempre bello el edificio pese a su deterioro. La arquitectura nacida de la modernidad, con sus planos y volúmenes limpios, inmaculados, necesita arquitectos diseñadores de muy alto nivel para no sucumbir a la vulgaridad y la bazofia –como ha sucedido en la inmensa mayoría de sus construcciones- y precisa un costoso mantenimiento para paliar grietas, suciedades y deformaciones que mancillan su pretendida pureza y la convierten en algo suburbial e infecto.

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