NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Desde pequeños nos han enseñado a portarnos bien y a agradar. Estamos condicionados para proyectar una imagen aceptable, funcional, moral. Pero detrás de ese perro que, igualmente adiestrado, se sienta y da la patita, se esconden los genes del lobo. Se oculta la oscuridad salvaje. Hay muchas cosas que se escapan del molde social: la ira, la envidia, el resentimiento, la cobardía o el deseo son solo algunas características humanas que aprendemos a esconder, a reprimir. Y eso es, precisamente, lo que Carl Gustav Jung definió como la sombra: todo aquello que no encaja con la autoimagen que hemos decidido —o nos han obligado— mantener. No es el mal en sí, sino lo negado. Pero sucede que cuanto más nos empeñamos en ignorar esa parte, más fuerza cobra. Lo reprimido siempre regresa: en sueños, en síntomas, en decisiones que no entendemos, en reacciones que nos asustan. El monstruo no desaparece: espera. Jung postuló que el proceso de individuación —ese lento y profundo camino hacia la totalidad psíquica— exige confrontar la sombra, integrarla, colocarla en el lugar que le corresponde para que nuestra psique bascule en un equilibrio real. Sin sombra, no hay profundidad. Sin ella, solo hay apariencia.
Dormir con monstruos es aceptar que no somos seres de luz pura, sino criaturas complejas, contradictorias, imperfectas. En cada uno de nosotros habita un Caín de instintos fratricidas. Pero sin ese Caín que nos arrastra al fango no habría posibilidad de redención, ni impulso para brillar un poco más. La sombra también alberga la agresividad necesaria para defendernos, el deseo que nos impulsa, y el germen de la creatividad nacida del vacío o del caos. Integrar luz y oscuridad no es rendirse: es volverse consciente. Es empezar a conocerse, sin disfraces. Quien abraza su sombra no se corrompe: se libera. Se vuelve menos reactivo, menos moralista, más compasivo. Más verdadero. El gran problema no es tener sombra, sino creer que no la tenemos. Convertirnos en caricaturas de luz, personas sin conflicto, mientras el monstruo crece, agazapado, alimentado por el autoengaño. Dormir con nuestros monstruos es sentarnos con ellos a la mesa, escucharlos, y comprender que también son nosotros. Porque, como escribió Jung: “Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad”. Ese, sin duda, es el precio —y también la recompensa— de la madurez psicológica.
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