La extirpación de las sonrisas

El prolongado uso de la mascarilla profiláctica auspiciado por la Covid, se ha instalado entre los usos cívicos como una rutin

Al El prolongado uso de la mascarilla profiláctica auspiciado por la Covid, se ha instalado entre los usos cívicos como una rutina que, aún fuera de las áreas donde sigue prescrita, como farmacias o clínicas, persiste como un atavío más. Y hasta despliega con sus colorines y sujeciones variables una estética ornamental que de alguna manera, no lo descarten, quizá marque un hito preconizador de un nuevo estilo en la historia de los atuendos humanos, al modo de como en otros tiempos ocurrió con la capa o el sombrero, artilugios que nacieron para una cosa y acabaron siendo símbolos grupales o signos de estatus social. Y el sesgo acaso merezca atención porque ese afecto que suscita el efecto de "enmascararse" es poco inocente. Desde el origen de los tiempos fue un juego o rito con variopintos componentes alegóricos, a veces velados bajo su fachada festiva y su toque de apariencia frívola, aunque nunca exentos de ingredientes psicobiológicos afectos al poderío de alterar en un plis plas la identidad del embozado y permitirle el acceso a otra personalidad imaginaria, para transmutarse en ella o para conjurarla. Así que, aunque la salud pública que la inspiró parezcan normalizarse, el uso de la mascarilla ha dejado de considerarse una extravagancia y persiste aceptada sin alarmas ni precisar excusas: hay quien dice que vino para quedarse en un mundo cada día más sensible a la toxicidad. No solo del medio ambiente. Un mundo ya resignado a soportar este harapo textil sobre los semblantes otrora francos, que alienta, como era propio en el medievo o en el Islam, el prurito de cubrirse la expresividad del rostro en público y reservarla al ámbito privado, donde la gestualidad íntima se exhiba monopolizada por y para el entorno familiar o excluyente que cada cual seleccione. Aparece pues, otra estética opcional entre los que prefieren exhibir rostro, ya con su sonrisa o su ferocidad gestual del bajo rostro, y los que pasan de que la mascarilla les petrifique la empatía, les oculte emociones y turbaciones o les aísle y extirpe sonrisas en un mundo donde sonreír resulta imprescindibles: porque retroalimenta el bienestar y buen humor, y libera el cariño instintivo, natural, antes de que la mente y sus convenciones, lo sopese y limite. Así que lo único positivo que le veo al derrape ocultador del rostro es la alegría que nos dará el día en que su uso pase al arcón de los inventos contra natura.

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