Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Un feliz año

Desear ser radicalmente feliz es en vano si uno no ha nacido bendecido por esa gracia

Desear ser radicalmente feliz es en vano si uno no ha nacido bendecido por esa gracia psicológica. Si la alegría es una obligación moral para con los demás, la felicidad, o su contrario, es cuestión de naturaleza, una procesión que va por dentro. Con el feliz año nuevo, siendo pragmáticos, nos deseamos así, no una satisfacción dichosa con nuestra propia existencia, sino la posibilidad de construir durante ese tiempo una vida digna de ser vivida. Las condiciones propicias para que esa búsqueda de la felicidad, a la que apelara Jefferson como un derecho, sea una aventura materialmente posible. Ese estado de grata satisfacción espiritual y física, al que llamamos felicidad, es para algunos de nosotros solo un encuentro pasajero, aunque no por ello menos glorioso. Darse cuenta de dicho estado, agarrar esos momentos de eternidad, da para toda una vida, pues bendecidos -o condenados- con la capacidad de retener y rememorar, los humanos podemos hacer presente la vida ya vivida. Dicho rito lo practicaba religiosamente mi abuelo todas las nocheviejas, cuando buscaba un aparte para repetirme la historia que vivimos aquel verano, en el que yo aún no había cumplido los diez años, y él quiso sumar al ganado de la finca, siempre vacuno, un pequeño rebaño de ovejas comandadas por un también recién llegado perro pastor. La idea era pastorearlas a medias al atardecer y merendar juntos haciendo un alto bajo la sombra. Paseábamos las ovejas por un sendero paralelo al canal de Castilla y luego girábamos hasta dar con una suerte de playa natural que hace el río Pisuerga a la altura de Cabezón. Allí merendábamos abundante y mi abuelo le pegaba a la bota de clarete, no sin lanzarme algún chorro iniciático a los labios. El caso es que una tarde, bajo un árbol, nos quedamos los dos fritos, en la misma gloria. Despertamos ya anocheciendo y sin perro ni ovejas en el horizonte, pero, guiados por dos paisanos cabezoneros, dimos al rato con el rebaño y pusimos rumbo de vuelta a la finca, con mi abuelo harto de reír y mi abuela grito en cielo. Con los años he comprendido que todos esos 31 de diciembre, cuando el abuelo me preguntaba, ¿te acuerdas de lo de las ovejas?, estaba invocando un instante de eternidad. Su joven nieto, su finca, su rebaño, el vino, la siesta. Me deseaba el feliz año con un simple consejo: no despreciar nunca, bajo ningún concepto, aquello que un joven y escéptico Albert Camus describió como el momento de equilibrio en el que debes detenerte… en el que el espíritu encuentra su razón en el cuerpo.

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