República de las Letras

Por fin Semana Santa

Si volviera, echaría otra vez a los mercaderes del Templo a correazos. Y del camello y la aguja, ni hablamos

Qué bien, otra vez Semana Santa, como antes de la pandemia. Cervecita, tapita, los amigos, la conversación, la fiesta toda la noche… Eso es la Semana Santa. Bueno, las procesiones también, eh, que mira que nos gusta uniformarnos y jerarquizarnos entre iguales, pertenecer a una panda, un club, un clan o, en este caso, una hermandad o cofradía. Eso es lo mejor, la pertenencia al grupo de amiguetes, de compis, de colegas, de socios. Y luego, que la gente nos vea. ¿No somos un grupo aparte, gente distinta del común, una especie de sociedad, y nos diferenciamos de ellos? Pues que nos vean, coño, con nuestro capirote, nuestro cirio y nuestros apechusques procesionales, que sepan que somos alguien, que aquí, dentro de la hermandad, nos sentimos alguien. Y todo eso, en resumen, es la esencia de la Semana Santa moderna. Primero el espectáculo. Recuerdo de niño que lo que más me gustaba de la procesión del Entierro eran los soldados, que desfilaban con el fusil boca abajo. Claro, como Dios estaba muerto, los fusiles se deponían ante su gloria. Y yo pensaba que menos mal que los habían traído. Eso, y la Guardia Civil a caballo, era la parte del espectáculo que más me atraía. Un espectáculo, por cierto, gratis. Luego venía lo bueno: la leche merengada de Los Espumosos, en el Paseo, pues mi padre siempre nos llevaba allí, o los limones granizados de la Heladería La Cubana, en la Calle Murcia, que le gustaban a mi madre, ya camino de casa, en el Barrio Alto.

Bueno, y, a todo esto, ¿dónde quedaba la parte religiosa? Jamás ha sido para la gente eso lo importante. El Cristianismo, como se sabe desde que Pablo lo llevó al centro político del mundo, Roma, y Teodosio lo convirtió en religión oficial del Estado Romano, es cosa de los poderosos: los ricos, la Iglesia y el Rey, no del pueblo. El pueblo lo lleva incrustado en su mentalidad secular, por eso se acoge al rito en los momentos cruciales de la Vida: nacimiento, casamiento y muerte. De lo demás, nada de nada. Que sí, que está eso del dogma, el pecado, el bien y el mal, la jerarquía eclesiástica, la confesión y el padrenuestro y el avemaría de penitencia. Pero nada más. Porque si tuviéramos que vivir de acuerdo con lo que decía aquel carpintero injustamente ejecutado en el Gólgota, aviados iríamos. Si volviera, echaría otra vez a los mercaderes del Templo a correazos. Y del camello y la aguja, para qué hablar. Sean felices.

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