Monticello
Víctor J. Vázquez
S. La quijotesca
Gafas de cerca
El otro día leí a una histórica del back office del socialismo andaluz citar a Jonathan Swift para elevar a Pedro Sánchez a la máxima categoría personal y política: “Cuando aparece un gran genio en el mundo, se le puede reconocer por esta señal: todos los necios se conjuran contra él”. No es que sus “cambios de opinión” sean auténticos giros copernicanos, o sea, radicales y absolutos, y que afecten a asuntos de máxima importancia para la seguridad institucional de cualquier país que aspire a cierta dignidad, como es el caso de transitar en pocos meses de un “traeré al fugado golpista ante los jueces” a un “no se debió politizar a la justicia en el caso del independentismo catalán”. No es eso. Es que resulta que es un genio, y quien no lo reconozca es un necio. Es, pues, necio que creas estar soñando o jugando al Monopoly en un frenopático cuando te enteras de que Puigdemont –7 votos 7– exige que el Estado español reconozca que tiene una deuda histórica con Cataluña de 450.000 millones. Es de necios, manoseando al pobre Swift, creer que el gran genio debería dar un golpe en el tapete verde y abandonar toda esperanza de negociación. Dicen que se preguntó Josep Pla al llegar a Manhattan: “Y todo esto… ¿quién lo paga?”. Porque esa cantidad equivale a diez veces el presupuesto de una región con 8 provincias de toda laya y casi 9 millones de habitantes, Andalucía. ¡Qué otro genio, Puigdemont! [comillas mías]: “Quiero que mi república nazca con una deuda exterior negativa, o sea, que en mi activo esté la ruina de España. Dos pájaros de un tiro”. Vaya pájaro, por cierto. Un águila.
Que en esta partida de póquer farolero Puigdemont sea el croupier, el tahúr, el sheriff, el pianista y el dueño del saloon es asombroso: ni siquiera está dentro del saloon. Que un líder exiliado de un partido en ruina de votos sea quien le marca la pauta a un Estado en el que las dos formaciones más votadas se repelen hasta el escobazo, incapaces de hacer del voto mayoritario democracia y gestión es estrambótico. Es como para exiliarse, si uno tuviera devotos que te paguen una mansión en Bruselas, a la que venga toda una vicepresidenta a traerte guiños y pestiños, haciendo el canelo. El problema de decir estas cosas ahora es otro asombro contemporáneo, típico español: si uno repite la verdad –que esta situación política es un completo sinsentido–, te tacharán de obcecado, de persona carente de vocación de progreso, de poco demócrata, ¡de necio! Y por supuesto de pesado. No se puede uno explicar como usted, amable lector, ha llegado hasta aquí.
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