Libertad Quijotesca
Irene Gálvez
La estela de Horemheb
Resultaba un lugar poco ortodoxo y nada habitual para defender una patria potestad exclusiva, pero al no tener el don de la ubicuidad solo Dios podía estar al mismo tiempo en Madrid y Valencia. Dios e internet. Los pasajeros de mi alrededor se miraban entre ellos con mezcla de sonrisa e incredulidad. Algunos me preguntaron después si era algún tipo de cámara oculta o un programa de televisión. Ahí la que sonreía era yo. Enfundada en una toga negra lo adecuado sería pasearme por los pasillos de los juzgados, no por los recovecos del tren. Sorteado con éxito el encaje de bolillo que tocaba esa mañana, me la dejé revestida a modo de caftan. Odio el frío. A pesar de la normativa, no hay avión o ave que no parezca una cubitera. Septiembre se apiada de mí. Igual porque al soplar una vela más, me ven un plus de vulnerabilidad con el paso de los años, igual porque el naranja de los árboles caducos hacen amainar el carácter. Puede ser la vuelta al cole que libera a los padres de la intensidad de la menor edad o simplemente porque el anuncio de unos grandes almacenes haga que el comienzo de una nueva estación permita el cambio del estado de ánimo. En apenas dos horas las obras de Chamartín dieron paso a las de Sorolla. El bullicio de la capital se perdió entre el traqueteo del tranvía que al atravesar el Turia reflejaba un termómetro más generoso. Me percaté que llevaba la solemne túnica carbón encima cuando un niño le dijo a su padre que había visto un cura mujer. Me alejé de las vías a carcajada limpia. Esos minutos sirvieron de terapia para el agotamiento, una especie de relajante muscular hasta llegar a casa. Entre palets de Dekton que hacen de la entrada de esa obra un laberinto, los esquivé con la ilusión de entrar en mi hogar dejando de lado el mal humor que sería ese mismo recibidor de no recibir notas tan magnéticas un lunes cualquiera. Hubo un antes donde me dejaban notas en la mesita de noche, pero de eso ya no quiero acordarme, prefiero retener en la memoria una en el limpiaparabrisas de mi coche y otra que me alegró un lunes de septiembre. Me gusta septiembre. Y me gusta septiembre contigo. Antes no sabía cómo podía ser un septiembre contigo, pero ahora sí sé cómo podría ser un septiembre sin ti. Y lo quiero contigo. Este septiembre y el siguiente. Y el siguiente. Y así hasta que en la tarta haya que poner números porque la cera individual de cada luminaria cubriría la yema del pastel de modo que no se viese el logo de "felicidades". Con R de Reina.
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