OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
Ajuicio del narrador de este breve relato, que no es más que un texto argumentativo embadurnado de lubricante ficcional, no interesa tanto saber lo que hizo y dijo el profesor don Prudencio Atalaya Negrón cuanto lo que este omitió y calló cuando su madre dejó caer que, tan pronto estuviera disponible a la venta en la Picasso, tenía pensado comprar el último premio Planeta y regalarle el libro a Encarnita, la tipa esa tan reservada que en el taller de envejecimiento activo no hablaba nunca, ni siquiera para decir ni esta boca es mía, y que, mira tú por dónde, se la habían encasquetado a ella al echarlo a suertes en el amigo invisible. Precisamente por eso, el narrador no tomará acta del ñoño palique mantenido entre madre e hijo, el cual, por lo demás, podría resumirse en «buena idea: el del hormiguero escribe mono»; sino que, antes bien, transcribirá ce por be en virtud de su omnisciencia el torrente discursivo que fluía por el lóbulo central del cerebro de Prudencio al tiempo que hacía que escuchaba a la autora de sus días. Gracias a la técnica narrativa denominada flujo de conciencia, el lector podrá leerlo entrecomillado en la segunda mitad de la presente columna.
«¿Quién me iba a decir a mí que, antes de llegar a viejo, sería testigo de primera línea de la muerte de la literatura y el embalsamamiento comercial de su exquisito cadáver? Giraron las tornas y se conoce que en la presente coyuntura el sistema ya no precisa de los servicios que hasta ahora le prestara la literatura. Perdió su aura, así como también extraviaron su resplandor la familia, la religión, el pueblo e incluso la política. Todos esos trastos viejos se venden en la almoneda de la nostalgia y apenas si hay nadie que los compre. No producen beneficios. En este río revuelto en el que los peces ignoran lo que son los bancos y los cardúmenes solo tienen ganancias los pescadores sin rostro y sin nombre. A la literatura le ha pasado como a la Encarnita: se le ha pegado la lengua al paladar. Reina el silencio forjado por la nueva inquisición, esa que en lugar de quemar libros quema las ganas de leerlos. Contemplo los de la biblioteca, huérfanos de alumnos y profesores, y se me antoja que aguardan resignados el destino de los contenedores azules como el del asilo, los abuelos. ¿A estas alturas todavía le extraña a alguien que den el premio más prestigioso y caro de novela a un charlatán de la caja tonta?»
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