Las lecciones secretas

Los canales de la enseñanza son de ida y vuelta: no se puede enseñar sin aprender ni viceversa

Me he marcado un Chesterton, esto es, un despiste descomunal, como cuando el enorme autor inglés le mandó a su mujer este telegrama: “Estoy en el mercado de Harborough, ¿Dónde se supone que debería estar ahora?”. En mi caso, me mandan un whatasapp preguntándome por un artículo que debería estar hace una hora en la redacción. Ni está allí ni en ningún sitio. No lo tengo. Y yo encima estoy en el Teatro Principal de Puerto Real aplaudiendo a rabiar a mis recientes ex alumnos que se gradúan.

Al final, tengo tiempo a saludar a todos mis alumnos, antes de venirme hasta el ordenador, menos a un pequeño grupo de Electricidad, especialmente querido. Ha sido una suerte. Porque así puedo escribir lo que me gustaría haberles dicho a ellos. Es el momento que me gusta para agradecerles lo que yo he aprendido de ellos.

Con Javier Boy compartía sentido del humor. Sin embargo, risas aparte, si tuviese que escoger una lección, sería ésta. Otra vez estaba en otro embrollo como éste, pero más gordo, y lo conté a la clase. Les gustó mucho porque, cuando se está agobiado de trabajo, consuela ver que alguien está aún peor. Entonces, Boy dijo a su compañero de al lado: “¡Ya verás cómo al tío al final le sale estupendamente!”. Aquello me sostuvo esos días. Aprendí que la admiración generosa es una profecía que se autorrealiza. Hemos de admirarnos más unos a otros.

Manuel Chanivet es el alumno que todos ustedes quisieran tener. Trabajaba, y en el Ejército español, además; está casado y durante el curso ha tenido a su primer niño, que duerme mal. Nada de eso le ha hecho aflojar. Y todavía más: exigía a sus jóvenes compañeros responsabilidad. Eso lo hace mucho mejor un alumno que un profesor, y él se ha echado la moral de su promoción sobre sus hombros. Yo pondría un Chanivet en cada clase mía.

César Montesó es hijo de un compañero de clase de mi hermano pequeño. Le podía haber cogido un poco de manía por recordarme lo viejo que soy, pero me sentí como un tío lejano. Como sobrino postizo, me ha dado muchas alegrías. Dicen que el corazón se endurece con los años. No.

Raúl Páez es un alumno modelo: exacto, cumplidor, ordenado, respetuoso… Se lo dije a su madre un día que me la presentó a la salida, y comprobé cuánto orgullo y cariño hay detrás del estricto cumplimiento del deber. Yo hoy, en cambio, lo he cumplido por los pelos, y sin saludar a todos mis alumnos; pero ellos y ustedes sabrán perdonarme.

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