La esquina
José Aguilar
Una querella por la sanidad
La corona de la Reina
Como sacada de un óleo de Vettriano, descendía por los escalones del ferrocarril todavía agitado por el ruido de los motores. La blusa acariciaba los senos procurando no rozar mucho sus brazos esqueléticos que se esforzaban en avanzar con el equipaje de mano perfectamente doblado en una bolsa de piel marrón oscuro con anagramas dorados y las iniciales de su nombre grabadas a fuego. Los Manolos Blahnik de un tacón discreto adecuado a la hora de llegada, cubrían el minúsculo pie análogo al perdido por Cenicienta en el baile. Avanzando por el arcén la miraban de reojo. Mujer bien con toque canalla. En Atocha se perdería entre la multitud, en esa vieja estación, destilaba distinción. Doble S como su nombre: sensual y sofisticada. Alguien la miraba. Los ojos rasgados, oscuros como el cabello. Porte juvenil, pero con la galantería varonil de un maduro interesante. No aparentaba su edad, ninguno representaba la que desvelaba su dni. No lo vio, pero sintió esa mirada clavada en la nunca. Un atisbo que no alcanzaba a descifrar. Le resultaba familiar, cercana. Después de tantos años se tornaba una quimera que fuese justo, esa misma mirada. Un pellizco entre el ombligo y la pelvis le provocó el enganche del stiletto en la vía. Pensaba que el aire la palpaba más de lo habitual, pero no era la brisa. Su mano la sujetó del húmero, alzó sus ojos y el reloj británico que decoraba la bancada, se detuvo. Una vida transcurrió en un instante. Los recuerdos se hicieron presente, el futuro se adelantó al mañana. Ese olor, su tacto, su presencia. Un sueño escrito, una ambición fracasada, un deseo inalcanzable. El bullicio de la multitud era sordo a los oídos. El bombardeo interior rasgó los botones de la camisa de seda. Inmaculada. Impoluta. Infranqueable. La tenía sujeta fuerte. El silencio hablaba, hablaban las pupilas, los dedos, el sexo…todo menos la boca. Los labios tiritaban, solo pensaban en compactarse, en lacrarlos como el sobre que escondía aquella carta que guardaba aun en el maletín y portaba tantos kilómetros como el tren Linares-Baeza. Con R de Reina.
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