La lola

Han pasado tantos desde aquellas salchichas de la Beethoven que ahora a la nueva juventud eso les suena a música clásica

02 de septiembre 2023 - 00:45

Con poca gente se es uno mismo en estado puro. Llevábamos años sin quemar la feria. Los últimos nos juntábamos Luisa, Mj y la que escribe, mientras Gador nos esperaba en el taburete de la esquina de lo que ahora desconozco su nombre pero que por aquél entonces era nuestro punto de encuentro: “Chambao”. El dj era buen amigo y temblaba al vernos entrar, pero descansando al saber que ya no tendría que calentarse la cabeza con el repertorio. En media hora le habríamos dado la lista hasta el cierre con el soldadito marinero de Fito. No fallaba. Han pasado tantos desde aquellas salchichas de la Beethoven que ahora a la nueva juventud eso les suena a música clásica. A los que sepan que más allá del perreo del reguetón, hay acordes y letras que sí son composiciones consideradas melodía. El grupo cerró la fecha del calendario sin posibilidad de cambio. Tachada y en la agenda remarcada: importante. Un mes antes de mi cumpleaños. Mi prima era la anfitriona y se arriesgaba a la crítica continua y repetitiva que lleva el ron con cola. Varios. La media de edad de allí no cotizaban a la seguridad social y pagaban las consumiciones del dinero de su merecida pensión. En el escenario un grupo flamenquillo animaba el cotarro. Mi vestido llamaba la atención más por el escote que se deslizaba hasta cubrir el ombligo que por el atuendo en sí. Debió de ser eso, o eso que llaman diana, “match” utilizan ahora los ligones de las redes. El blanco y negro interior con el que accedí a aquella sala poco atractiva, con baja inversión en iluminación y escueta en aderezos propios de una caseta de postín, se volvió multicolor. Los farolillos blancos y rojos típicos de Almería, que intentaban engalanar de alguna manera el alto anodino de la habitación de esquina a esquina, de repente ntensificaron su tonalidad. Bailaban al compás de la guitarra, se movían de forma coordinada. En la mesa, justo delante del tablao, había más variedad de alcohol que dentro de la barra. La cubitera repleta de refrescos con azúcar y sin ella. Bebida blanca, inglesa o cubana todas con sus dosis de grados elevados, pero menos que los que el personal llevaban en su cuerpo. Me ofreció con gestos algo para tomar. Negué con la cabeza, mis manos ya sujetaban una copa de cristal. Me acerqué. Quiero cantar le dije. Entre el volumen del altavoz y el ruido de los presentes, resultaba imposible pensar que lo que decía era lo que estaba intuyendo. Quiero cantar. Desde el escenario solo veía una cara, embelesado. Cogí el cielo con las manos, reí y lloré lo que cantaba. Empecé la casa por el tejado, y siendo un poco bicho que no granuja, las ruinas ya no eran cenizas. Duró un momento, pero el justo para sentirme tan feliz de creer que efectivamente la placidez suprema son pequeños instantes. Lejos de la última con las que se encendían las luces del garito de “las cuatro calles”, no escogió a la más guapa, pero sí a la más intensa.

Con R de Reina

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