Métrica y ortografía

13 de mayo 2025 - 03:09

En las viejas escuelas de principios del siglo pasado la gramática era una guerra quirúrgica a soluciones de paréntesis, signos, comillas, adjetivos, oraciones sustantivas o subordinadas que te llevaban al desaliento. A todo ese íncubo de situaciones la ortografía era la patria tirana, el buque insignia de aquellos maestros y pobre de aquel alumno que no escribiera con rigor ortográfico.

En qué mala hora Nebrija redactó la primera norma gramatical del castellano porque, desde entonces, las faltas de ortografía son tan antiguas como la gramática, y para García Márquez o Juan Ramón Jiménez, fueron su guerra particular porque se encasquillaron uno entre la b y la v y otro entre la g y la j, dejando en evidencia a aquellos maestros militantes de la ortografía. Pero cuando ya habíamos conseguido una calidad ortográfica impresionante, llegan nuevas tecnologías y generaciones nuevas de adolescentes y jóvenes que olvidan el tono y el clima de palabras tan necesarias para crecer como podrían ser “pasión” o “corazón”, quizás a causa del guirigay de comunicación digital entre celulares, o quizás al flujo de redes que ha erosionado la métrica ortográfica necesaria para comunicarse. Sin embargo, a mi me ocurre también que, por más atención que pongo en lo que escribo, en cualquier momento puede saltar un desastre ortográfico; de ahí que cuando doy por concluido un artículo vuelvo a releer y repasar, consciente de que, cuando se está demasiado cerca del texto escrito, hay palabras rebeldes que tiranizan. Una palabra diacrítica, un acento, una coma te exponen al ridículo y te deja solo frente a ese animal caprichoso de la ortografía sembrada en mi ADN durante la infancia. Un noviembre de infierno andaba yo obsesionado con las reglas ortográficas. Mientras mi abuela preparaba la cena, yo, a falta de papel, ensayaba sobre el vapor de los cristales de la ventana la ortografía del día siguiente. Las papas hirviendo en el puchero sobre el infiernillo de petróleo sembraban de vaho los vidrios de la cocina, blancos por el vapor, y con mi dedo ensayaba ortografía sobre el frío de la oscuridad. Luego, al acostarme, soñaba todo el tiempo, todo el sueño, palabras envueltas entre reglas gramaticales y la palmeta del maestro. Tiempo después a mis alumnos, para que entendieran el valor de ciertas palabras, les invitaba a que se rebelaran y escribieran con tilde sobre el vaho que la noche deja en los cristales de su cálido dormitorio aquellas palabras, tan necesarias hoy, que encierran valores como libertád, felicidád, igualdád, fidelidád o solidaridad, porque ellas representarán la métrica justa de su estatura moral.

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