Por montera
Mariló Montero
Vox y Quasimodo
Espero el equipaje en el aeropuerto de El Prat. La megafonía repite mensajes seriados en inglés, castellano y español. Cuando por fin salgo, me recoge un taxi que conduce un mauritano. Me habla en un español impecable. Me cuenta que llegó de niño a un barrio obrero y que luego se casó con una dominicana. En su casa con su hijo habla en castellano. A la mañana siguiente viajo a Barcelona. Sacó un billete de tren en catalán. Cuando llego a Plaza de Cataluña me cruzo, primero, con un grupo de polacos. Me vienen muchos recuerdos de ese país tan querido, a través de esa lengua que apenas conozco. Junto a ellos hablan en alemán, de lo que entiendo algo más. Pero he de coger un taxi. En la parada, un conductor árabe me indica por gestos que suba. Pero tengo que darle la dirección. Ni lo intento en catalán. Pruebo en castellano, tampoco funciona. En francés la cosa mejora. Mientras llegamos a destino, suena la radio interna del teletaxi. Hablan en árabe. Lo único que alcanzo a entender son los nombres de las calles. Deben estar intercambiando información sobre el tráfico. Ya en el hotel, con la primera recepcionista hablo en catalán. Se sorprende que lo haga alguien llegado desde Almería. Le aclaro que nací en Tarrasa y lo entiende todo. Al rato bajo en busca de agua. Le pregunto a una segunda recepcionista. Esta vez me contesta en español. Es hispanoamericana. Encuentro sin dificultades un supermercado regentado por hindúes. Supongo que me hice comprender en inglés porque al final conseguí una botella de agua. Yo a ellos no les entendí absolutamente nada.
A la mañana siguiente tuve intensas sesiones de trabajo en una comisión evaluadora en la Pompeu Fabra. Entrevistamos a muchísimas personas, profesores, alumnos, funcionarios, egresados y agentes sociales. Me encontré con un abanico de nacionalidades. De hecho, una de mis compañeras es española de origen rumano. En un momento de esas prolijas sesiones uno de los representantes sociales intervino en catalán. La presidenta de la comisión, exquisita y elegante, aclaró de inmediato que nadie tenía ningún inconveniente. Sin embargo, la mayoría de las intervenciones prosiguieron en castellano, bien es verdad que con acentos diversos. Escuchamos a hablantes andaluces, madrileños, vascos y centroamericanos. Terminada la sesión, paré para tomar un descafeinado. Me atendió una camarera china que, por supuesto, acudió a su lengua para interactuar con sus compañeros. De vuelta en el tren pensé en el torbellino de lenguas entre el que había vivido, que no deja de ser un testimonio fidedigno de la cotidianidad, de la realidad estricta. Entretanto, en el país se debate el grado de exclusividad de las lenguas, los espacios que se les conceden y sus cuotas de poder. Pero las calles están desbordadas, rebosantes de lenguas por todos sitios. Como siempre, los políticos llegan tarde (y mal).
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