OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
Un escritor madrileño, a finales del siglo XIX, tuvo noticias del cerro Merlin, interesándose por las leyendas que lo rodeaban. En sus frecuentes viajes a Sevilla, se desvió para acercarse a la Villa de Arquillos, situada en la comarca del Condado, Jaén.
El Sol estaba poniéndose cuando se bajó de la diligencia, había poca gente en la plaza, algún curioso, observando al forastero que se había apeado del carruaje, o paisano que pasaba sobre su mulo, ajetreado en sus quehaceres. Tras preguntar dónde podía pasar la noche, le aconsejaron que podía cenar, y pasar la velada, en el casino del pueblo.
Era una noche triste de noviembre, húmeda, silenciosa. Nadie del pueblo conocía las leyendas que él refería, pues era lógico, sus habitantes, en su mayoría, eran descendientes de colonizadores alemanes llegados a Sierra Morena, casi cien años antes. Aburrido ante el tedio reinante del casino, donde, en las altas horas de la madrugada, los contertulios pasaban sus noches jugando a los naipes, o cuchicheando el último rumor del pueblo, decidió salir y dar un paseo por la población. Las calles estaban casi en la oscuridad, tenues lámparas servían de guía, imaginando en las sombras seres fantásticos o peligros reales.
Mas nada le perturbó en su paseo por la calle principal, pasó ante la Torre del Reloj, en medio de una plaza desierta, llegando hasta las afueras, donde había una fuente con tres caños. Todo era sopor, abandono y olvido, oscuridad y soledad. Le llamó la atención unas luces que pasaban por la parte superior de la fuente, parecía una procesión, dirigida hacia la parte alta del pueblo, quedó extrañado ante tal visión. Según se acercaba, contempló que los de aquel grupo vestían hábitos. Quedó sobresaltado, al ver los rostros de los procesionantes, lívidos, cadavéricos, ojos hundidos, miradas perdidas, hondo terror en su expresión. Se percató que estaba contemplando la Santa Compaña.
Ante tal visión huyó despavorido, tropezando en la oscuridad, creyendo que el roce de las ramas de los árboles, o encontronazos con muros, procedían de seres del inframundo. Desencajado volvió al Casino, lugar donde se hospedaba. Al relatar su visión, un paisano le dijo que sí pudiera ser lo que había visto, pues eran muchos los vecinos que así lo confirmaban.
Al día siguiente, este escritor, tomó la diligencia y marchó hacia Andújar, quiso olvidarse de la mala experiencia de aquella noche.
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