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Es casi obligado visitar varias veces, a ser posible, la gran exposición que el Prado dedica estos días a Paolo Veronés, el gran pintor veneciano del Cinqueccento. Entre el nutrido elenco de obras maestras, deslumbrantes, que integran la muestra, sobresale muy especialmente el gran lienzo llegado del Louvre que lleva por título “Los peregrinos de Emaús”, pintado por el artista en 1555 con apenas veintisiete años, lo que da idea de su talento precoz y de la rapidez en encontrar un mundo y lenguaje personales, con una calidad técnica y estética verdaderamente extraordinarias. El pasaje del Evangelio de Lucas, habitual en la historia de la pintura occidental, está aquí tratado con la originalidad y suntuosidad típicas del autor. Pese al tema, el cuadro fue encargado por una rica familia particular desconocida en la actualidad; el destino, por tanto, no era ninguna iglesia o convento sino un ámbito privado y doméstico. Ello explica que Veronés representara, junto a los tres personajes del pasaje evangélico –Cristo y los dos discípulos- a lo que parece la totalidad de los miembros de la familia comitente. Varios se afanan en servir la mesa donde está sentado Cristo y los dos peregrinos, y otros posan directamente, a la derecha de la composición, vestidos con sus mejores galas y asisten al suceso milagroso. En primer plano, dos niñas de la familia, a los pies de la mesa, juegan con un gran perro. Es, por tanto, un retrato colectivo, de una familia, insertado en una escena religiosa. Todas las figuras están en el mismo plano espacial, lo que otorga a la imagen un carácter de friso o relieve clásico, al modo de la antigüedad grecorromana. Y están todas ellas juntas, de izquierda a derecha, sin dejar huecos de respiración. Tan solo a la izquierda, el fondo de arquitectura palladiana que les sirve de telón, desaparece y se abre a un paisaje de gran belleza y evocación, con la presencia de una ruina romana antigua. Desde el siglo XVII la obra cosechó críticas por la mezcla de figuras religiosas y contemporáneas, y por el lujo y suntuosidad de su carácter. La belleza de las actitudes y posturas de los personajes, la armonía y euritmia en el modo en que se mueven, relacionan y entrelazan entre ellas, la ordenación general de las masas compositivas, la técnica y colorido extraordinarios, y el modo en que dialoga con el gran arte clásico antiguo, hacen de esta pintura una obra inmensa, suficiente para definir y representar lo más excelso de una cultura y civilización, la nuestra.
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