Los que nunca pierden

Su vida es un gin tonic que beben sin sed; una canción que tararean sin saberse la letra; un cuadro sin color

Goliat perdió. Y David perderá. Es cuestión de tiempo. Todos lo hacemos. Sólo quienes nunca han atravesado montañas heladas a lomos de elefantes; aquellos que desconocen cómo el amor convierte las lágrimas en fuego que abrasa y llena de cicatrices nuestro rostro; esos seres huecos incapaces de pecar; los que jamás sintieron frío en los atardeceres, ni temieron a las noches solitarias, los que ignoran que el rencor nos hace perseguir ballenas blancas. Sólo quienes no han vivido ni un solo minuto en el Castillo de la isla de If, ni paseado embriagados por los jardines de Babilonia. Únicamente ellos, permanecen ajenos a la derrota. Pero a cambio su vida es un mar sin viento, olas ni peligro, en el que los peces no nadan, aburridos flotan como los muertos.

No se trata de caer en el tópico de que los perdedores son hermosos, como escribiera Leonard Cohen; ni de identificar a la tristeza como el componente imprescindible para crear, o a los conflictos y a los retos como el motor de una vida en mayúsculas. No, la felicidad mueve tanto a los seres humanos como la tristeza; la diferencia estriba en la emoción que ambos sentimientos provocan y en que hay algunos que son capaces de vibrar ante la aventura que significa vivir, y otros no. Los primeros siempre pierden. Los segundos, cuando el momento les llega, no se enteran. Su vida es un gin tonic que beben sin sed; una canción que tararean sin saberse la letra; un cuadro sin color, porque tienen la fantasía de las fotocopias. Pero eso sí, nunca pierden, quien no siente, no padece y eso les convierte en indestructibles. Algunos les ignoran, otros les sonríen, hay quienes incluso les ofrecen afecto y muchos les combaten. Todos perecen ante ellos, las emociones son siempre pasajeras, pero es imposible oxidar a la roña. Son eternos.

Siempre envidiarán nuestras emociones al pasear los días soleados; nos verán ingenuos como niños chapoteando en un charco disfrutando de nuestras insignificantes ilusiones. Y llegado el momento, sin piedad alguna, acabarán con nosotros por alguna razón que les convenga. No tendremos defensa posible. Shakespeare escribió sobre la calidad de la misericordia para explicar el sentido de la vida. La suya es inexistente. Vestidos de verdugos, acompañan al cadalso a los reos, y conscientes de la debilidad humana, simulan por ellos un último afecto antes de lanzar el hacha. Luego continúan como si nada. Los algoritmos, las criptomonedas y otros habitantes del metaverso son así.

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