A propósito de las luces y las sombras

Reconozco que, hasta hoy, Almería me ha dado mucho más de lo que me ha quitado

Sostiene doña Lola que por intenso que haya sido el sufrimiento, finalmente ha valido la pena la espera, y me lo dice por lo bajo y volviendo la cara hacia un lado por si alguien que no debe la escucha. Afirma que con la mudanza de sus hijas a Granada las niñas ahora sí que lucen de verdad, y no como antes, en Almería, donde se las veía diluidas, así como mustias, quizá porque sus sueños siempre rompían contra el mismo muro, una pared oscura y oculta en la que encallaba todo intento de ser feliz. Y es que, por lo que se ve, en este año de fríos, en su nueva residencia, los brillos que se proyectan salpicados desde la montaña nevada las alumbra de una forma distinta, dibujándoles una sombra más estilosa y alargada, por supuesto una mejor sombra que la que se recortaba contra la pared de su casa de la Rambla cuando se ponían de cara al mediodía.

Mientras recuerdo las palabras de doña Lola, corro por la playa hacía al levante, con la mirada detenida en el perfil oscuro del Cabo cuando se sumerge en el mar. Troto al compás que me van marcando los pulsos del corazón, sin más interferencias que el ruido que provoca la respiración agitada y el recuerdo de las palabras gruesas de doña Lola.

Al contrario que a ella, confieso que a mí me gusta Almería. Siempre me ha gustado, incluso antes de vivir aquí, cuando mis conocidos se referían a ella como una isla, un lugar solitario y apartado del mundo, rodeado por un mar azul y el desierto, un territorio perseguido por el viento que se deshace entre las rocas abrasadas, una tierra que no se alcanza si uno no se empeña en perseguirla, si no se busca de forma intencionada. Un sitio misterioso y oculto en el que las pitas deshojadas, como enormes espigas, se levantan delgadas y afiladas contra un cielo limpio y pacífico, sin rastro alguno de nubes. Sólo pura luz y puro viento.

Como tantas otras gentes, llegué a esta esquina del mapa hace años en busca de oportunidades, y reconozco que, hasta hoy, Almería me ha dado mucho más de lo que me ha quitado. Reconociendo los problemas de su insularidad, y la tristeza de ver cómo se han arrasado gran parte de sus barrios, de sus edificios, confieso que pasar muchos días fuera de aquí, sin las referencias en el ánimo que proporciona el mar, el clima suave y benigno y su gente ruidosa, me resulta un castigo. Quizá por ello mi sombra, mientras correteo entre la arena húmeda, bajo una dosis infalible de endorfinas, se vea así de limpia, de alumbrada.

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