NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Sin Robert Redford la gente corriente y decente está obligada a sentirse un poco más huérfana. Ha sido uno de los grandísimos iconos de la historia del cine, tanto que no precisó de un Óscar. Su labor como actor obtuvo los galardones más preciados, el reconocimiento del público y el respeto de los mejores directores.
Quizá intervino en ello algún destino insondable, a la par que certero. En verdad, su poderosa estrella no merecía quedarse anclada y mustia en el firmamento de cartón piedra de Hollywood. Y, desde luego, dentro de la industria cinematográfica fue mucho más que el galán por excelencia en el que parecía destinado a convertirse. Redford se acreditó como un director excelente, faceta en la que, esta vez si, recibió el reconocimiento de la Academia, premiando “Gente Corriente” en 1980. Produjo también películas, impulsó a directores y actores noveles y fue capaz de condensar su actividad y su filosofía de vida en el sello “Sundance”. Desde 1978 es el festival cinematográfico de referencia para la creatividad cinematográfica, siempre libre de cualquier otro condicionamiento. A partir de 1980 funcionó también el Instituto Sundance, una organización sin ánimo de lucro, consagrada al apoyo hacia directores independientes que de otra manera no habrían podido desarrollar sus proyectos.
Sundance, por tanto, fue un auténtico emblema identificador del Robert Redford persona, en permanente vínculo con los movimientos progresistas norteamericanos, al frente de las reivindicaciones de un mundo mejor, en compromiso innegociable con la libertad de expresión y pensamiento. No en vano Obama le concedió la Medalla de la Libertad, junto a Bruce Springsteen y Robert de Niro, nada menos.
Por todo ello su ejemplo ético resulta hoy poco menos que imprescindible, cuando vivimos demasiada mezquindad a todos los niveles: entre genocidios y matanzas indiscriminadas, blanqueando atrocidades, confundiendo y enfrentando a los pueblos, intentando atenazar nuestra cotidianidad más prosaica con comportamientos equiparables a los de los grandes dictadores. Sin referencias de integridad como la de Reford, tampoco es tan extraño que un buen día, cuando todo llegue a límites insoportables, su gente corriente se harte y termine prendiéndole fuego a todo, como en Nepal.
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