La revolución

De aquella España, tan esforzada y trágica, apenas queda nada, salvo esta nostalgia boba por una ruptura que ya sucedió

El domingo pasado, en espléndida entrevista de Luis Sánchez-Moliní a Eduardo Saborido, veterano sindicalista del proceso 1001 –y último premio Manuel Clavero– se decía una cosa bastante obvia, salvo para el españolito reciente, belicoso y desinformado, que hoy abunda en los partidos: “La Transición fue una auténtica revolución política en la que participaron trabajadores, artistas, gente de la cultura...”. Y para demostrarlo Saborido añade un ejemplo muy a la mano: “el régimen del 78 fue el que hizo posible que Podemos exista”. Lo cual, claro, no deja de ser un recordatorio de que las generaciones bien alimentadas, nacidas ya en democracia, no acaban de perdonar a quienes entonces sufrieron privaciones en beneficio de ellos. Pero también es una prueba de que la democracia, para serlo, necesita de una “acumulación de opiniones”, incluidas las de nuestros queridos radicales, hijos del cola-cao y el tedio.

De aquellos años uno recuerda el debate, minoritario y acerbo, entre reforma y ruptura. Un debate que ocultaba, por otra parte, un eufemismo: los partidarios de la ruptura se referían a un proceso revolucionario, apoyado en un enfrentamiento armado, mientras que los partidarios de la reforma señalaban, tímidamente, a una ruptura. Una ruptura cautelosa, árida y fascinante, cuyo mayor obstáculo fue la reiterada acción criminal de ETA, que buscaba provocar una involución democrática que justificara, a la vuelta, su lucha de liberación marxista-leninista..., que ya es decir. Eso por la parte política. Por la parte económica, uno quisiera recordar que la Transición coincide con la gran crisis del petróleo, y que el españolito colaboracionista y franquista del régimen del 78, esto es, el abnegado español de entonces, hubo de padecer numerosas escaseces, a las que se unió, de modo fatal, una inflación estrepitosa y unos tipos de interés muy poco interesantes (para el infortunado pagador de hipotecas).

Aquella España padeció, de igual modo, fuertes sequías, un alto paro juvenil y el jubileo inverso de la droga, cuya terrible igualación fue la igualación en la desdicha y el menudeo temprano de la muerte. También recuerda uno, ahora que vuelve a haber fraudes con el aceite, el miserable episodio del aceite de colza, que diseminó la desgracia por vastas capas de una España bullente, pacífica y menesterosa. De aquella España, tan esforzada y trágica, apenas queda nada; nada, salvo esta nostalgia boba por una ruptura que ya sucedió y que nos trajo a esta orilla, felizmente.

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