NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Imaginemos la siguiente escena. Paseando por el monte encuentran un pozo, más o menos profundo, pero del que es imposible salir por medios propios para el desafortunado que haya caído en él. Dentro hay alguien que grita, desesperado, pidiendo ayuda. La mayoría de nosotros, movidos por la compasión o por el simple impulso de ayudar, tenderá su mano y tratará de auxiliar al semejante que se lamenta por su suerte.
Pero, frente a esa mano extendida, pueden suceder dos cosas. Y la segunda rara vez se cuenta. Lo que esperamos es que esa brazada sirva para sacar a alguien de un gran apuro; sin embargo, no es infrecuente que quien suplica ayuda, en realidad, lo que quiera sea compañía en el fondo del agujero, y haga lo imposible por desestabilizar y arrojar al vacío a quien le tendió la mano. Esta paradoja inquietante —el que se hunde puede arrastrar— encierra una de las realidades emocionales y psicológicas más difíciles de aceptar. Creemos que todo aquel que pide auxilio lo hace para salir del sufrimiento, pero no siempre es así. A veces, el sufrimiento se vuelve identidad. A veces, la oscuridad del pozo se ha hecho hogar y, en esos casos, la mano tendida del otro no es vista como oportunidad, sino como amenaza. Y es que ayudar sin pensar nunca es bueno. Ayudar sin límites, sin conciencia de los propios recursos y sin evaluación del otro puede terminar en catástrofe. Muchas veces, el auxilio no es tanto altruismo como narcisismo disfrazado. Queremos erigirnos en salvadores para confirmar nuestra valía. Pero esa necesidad nos vuelve ciegos al hecho de que no todos quieren ser salvados, o no están listos para ello. Hay un viejo refrán que dice: “No se puede salvar a quien no quiere ser salvado”. Y a veces ni siquiera basta con querer. Se necesita un mínimo de voluntad, de impulso vital, de apertura al cambio. No se trata, por supuesto, de abandonar al que sufre. Pero sí de ayudar desde un lugar de conciencia, y no de sacrificio ciego. Saber que el verdadero auxilio no consiste en sustituir el esfuerzo del otro, sino en acompañarlo sin perder pie. Tender la mano, sí, pero sin permitir que nos arrastren. Antes de tender la mano, afirmemos bien nuestros pies. Sepamos quién somos, cuánto podemos dar y cuándo debemos parar. La verdadera ayuda no siempre consiste en bajar al pozo, sino en enseñar a construir la escalera. Les deseo un feliz verano. Nos leemos de nuevo en septiembre.
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