La esquina
José Aguilar
Por qué Sánchez demora su caída
En Ospedaletti, en la Riviera italiana, cerca de San Remo, Katherine Mansfield pasó uno de los peores momentos de su vida. Eso ocurrió en el otoño de 1919, cuando tenía 31 años y le habían diagnosticado tuberculosis. Katherine Mansfield estaba deprimida, sufría de insomnio y no soportaba a la amiga que la cuidaba y que le servía a la vez de médico y de marido y de asistenta. Aunque vivía en un hermoso chalet con vistas al mar, el malhumor no la dejaba vivir ni un momento. Sabía que era una inválida a la que le quedaba poco tiempo de vida (sólo llegó a vivir tres años más). Creía que había fracasado como escritora. Tenía un miedo atroz a morir. Y ni siquiera las amadas flores del jardín le proporcionaban placer. Pero un día, a solas, sintió el súbito deseo de dar un salto, un simple salto de alegría, un salto como los que daba cuando era niña y jugaba frente al mar. Iba a dar el salto cuando sintió un ataque de terror. ¿No era ridículo dar un salto cuando una estaba mortalmente enferma? ¿No resultaba deprimentemente absurda la idea de saltar? Pero Katherine Mansfield venció los reparos y logró dar un salto de alegría. Uno solo. Y luego corrió a mirarse en el espejo, indeciblemente orgullosa por lo que acababa de hacer. Nadie la había visto, nadie sabía que había dado aquel salto, pero para ella fue un puro milagro. Lo cuenta en su maravilloso diario en una anotación de noviembre de 1919.
Pienso en aquel salto de Katherine Mansfield ahora que se terminan las vacaciones y todos vamos a volver a la tediosa rutina de la vida laboral (si tenemos la suerte de disponer de un trabajo). ¿Y si de repente nos atreviéramos a dar un salto, un solo salto para desafiar a la vida gris que nos espera? Sería una especie de desafío y a la vez una forma de decirnos que estamos dispuestos a enfrentarnos a todo lo que nos espera. Saltar, sí, saltar para darnos ánimos. O incluso saltar sin motivo alguno. O mejor aún, saltar porque nos da vergüenza. O porque está mal visto. O porque un gusanito interior nos dice que no nos va a servir de nada. O porque nos da miedo que alguien nos vea (a pesar de que estamos solos). O porque creemos que no lograremos hacerlo. O porque sabemos que es ridículo. Y es grotesco. Y es idiota. Saltar, sí, saltar.
Así que uno, dos, tres… ¡alehop! ¡Arriba! ¿Ven qué fácil? Ya lo hemos logrado. Y ahora otro salto. Y otro. Ya no cuesta nada, el cuerpo no pesa, somos ingrávidos. Podemos hacerlo. Sabemos hacerlo. Así que otro salto más. ¡Adelante! ¡Arriba! ¡Más arriba!
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