La ciudad y los días
Carlos Colón
Yo vi nacer a B. B.
Tenemos internet de banda ancha, el tren de alta velocidad y la comida rápida. Nos gustan los cursos intensivos e incluso fiamos nuestras lorzas a promesas de dietas fulgurantes y entrenamientos exprés. Lo rápido vende, es moderno, es actual. Lo lento se ha quedado obsoleto. ¿Y para qué querríamos correr tanto? Pues para poder hacer más cosas, claro. Exprimimos cada minuto metiendo con calzador un sinfín de tareas que, curiosamente, por más veloces que seamos en su ejecución, siempre nos hacen llegar tarde a la siguiente. Muchos de nosotros acabamos con una agenda de ministro que nos deja exhaustos y con los nervios de punta.
Esta sistemática convierte el día a día en una tiránica rueda de hámster. Nos esforzamos hasta el límite de la salud participando en una carrera sin fin y que nadie gana realmente porque la corremos en solitario y contra nosotros mismos. Esta dinámica sólo tiene dos salidas. O disminuyes el ritmo y te bajas de la rueda o sigues acelerando hasta que sales despedido y te partes la crisma.
La gente que eligió la segunda opción suele acabar en alguna consulta. El síndrome del “burn out”, los trastornos de ansiedad, la depresión o las dificultades para dormir son algunas de las consecuencias clínicas que tiene correr hacia ninguna parte y colarte por el sumidero de tu vacío. La recuperación de estos trastornos va más allá de la simple mejoría de los síntomas. Corregir esta dinámica trae consigo aprender a vivir de otra manera.
Ir tan deprisa implica que, en lugar de encontrarnos con la gente nos chocamos contra ella. Somos partículas aceleradas que, salvo que llevemos exactamente la misma velocidad y trayectoria (cosa harto difícil) vamos colisionando unos contra otros, desperdiciando mucha energía que podríamos emplear de otro modo y quemando un montón de relaciones que tal vez hubieran crecido de otra manera si tuviesen un contexto más sano, más humano. También adelantamos como exhalaciones a los acontecimiento que nos van sucediendo. Esto hace que no disfrutemos de los buenos y no aprendamos nada de los negativos. Ocho son los segundos mínimos que precisa un abrazo para que resulte terapéutico. No es una cifra arbitraria sino que está debidamente mesurada por investigaciones serias. Así que para bajarnos de la fatídica rueda de hámster sugiero comenzar a abrazar largamente y citarnos para conversar sin un grillete, digo reloj, en la muñeca.
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