NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Un efecto secundario de la ola de calor han sido las malas noches; y un efecto terciario, como las fiebres tercianas, es que hemos soñado muchísimo. Contraintuitivamente, cuanto menos se duerme, más se sueña. Me advierten que siempre se sueña mucho, pero que recordamos más cuando nos pasamos la noche despertándonos con el calor, en duermevela sofocada. Más o igual, los sueños tienen muy buena fama, inmerecida para mi gusto.
“No todo son pesadillas”, hay sueños agradables, me vuelven a advertir. Sí, pero los buenos sueños son cursis y edulcorados, les falta… realidad. Donde esté un buen pedazo de cotidianidad con su ley de la gravedad, su principio de no contradicción, su tiempo y su espacio, y su cadena de causalidad, que se quiten los relojes blandos.
Entre la literatura y la oneirología existe una rivalidad latente. Ambos son mundos de ficción, pero en las letras debe regir el rigor, mientras que los sueños resultan raros. Las páginas más pobres se han escrito o imitando los sueños, como el surrealismo, o contando los sueños, como en algunos diarios o novelas, que caen en esa debilidad dificultosa, pues tiene que sortear la redundancia de una fantasía bifurcada.
Y ahora voy a contar el sueño que me provoca –no diré que me inspira– este artículo. “¡¿Vas a contar un sueño después de decir que los sueños hacen malísima mezcla con la literatura?!”, me advierten de nuevo. Sí, pero porque no vengo a literaturizar, sino a dolerme.
He soñado que estaba con una hija mía que no era la que tengo. No era tan guapa, pero sí muy guapa, y charlábamos amigablemente como una hija con su padre. De pronto, me preguntó qué día era su cumpleaños, y yo empecé a sentir una angustia absoluta de no recordar el cumpleaños de mi propia niña. Si al menos hubiese sido un hijo, no sería tan terrible, porque los hombres no estamos tan pendientes. Saqué el móvil buscando algún apunte en la agenda. Me salían cumpleaños hasta del Tato. Pero el de mi hija onírica ni lo recordaba ni tenía recordatorio. Era imperdonable. La chica no parecía afeármelo, sino que no se lo creía. Y volvía a preguntar, ilusionada. Y yo no podía responderle. Me desperté, sudando.
Con mirada freudiana, ahora me advierten de que a lo mejor era una visita de alguna de las niñas de los tres embarazos que se nos malograron. Yo diría que no, porque mis hijos no nacidos, tras nuestro firme bautizo de deseo, estarán en el Cielo; y no para amargarme unas noches de mal dormir. Menos mal que la ola de calor está ya remitiendo.
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