resistiendo

Andrés García Ibáñez

El tartufo

DEL francés tartuffe, tartufo es el nombre que se le da a la trufa, el hongo escondido bajo la tierra. No obstante, desde la celebérrima obra teatral del barroco, un tartufo es un impostor, un peligroso embustero y embaucador. Molière escribió su comedia El tartufo en versos alejandrinos y la estrenó el 12 de mayo de 1664; sufrió varias censuras por mostrar a las claras la hipocresía del poder y en especial la del clero, hasta que acabó aceptándose, interpretándose de continuo y obteniendo el favor del público. La historia es harto conocida: un falso devoto que con sus malas artes pretende desplumar a un gran señor y a toda su familia.

El Tartufo es el impostor en el más certero y amplio sentido del término. Es el fingidor de oficio que oculta a todo el mundo su verdadera naturaleza, su verdadera personalidad y sus verdaderas intenciones. Finge todo lo fingible. Finge creencias, opiniones, virtudes, sentimientos, cualidades y posturas. "El rostro, la postura y la voz; todo es mentira", que diría Francisco de Goya en su Nadie se conoce (Nadie lo conoce, matizaría yo). El personaje es, por tanto, la quintaesencia del hipócrita y del traidor; aquel que vive en una permanente representación teatral, el embustero consumado, el gran maestro del fingimiento. No en vano, si atendemos al origen etimológico del término hipocresía, del latín hypocrisis, viene a significar actuar o fingir, y del griego hypo, que significa máscara. En el otro extremo estaría la honestidad o la virtud de actuar en consonancia a como se piensa y se siente.

El Tartufo, para ejercer como tal, ha de ser mediocre y ladino, taimado y astuto. Mediocre en tanto que es incapaz de poner su talento al servicio del bien o de producir algo en positivo, para sí y para los demás. Ladino porque es de condición siniestra, mezquina y conspiradora.

La vigencia del personaje es total y adquiere un sentido especial por su proliferación alarmante en la realidad que nos circunda. Basta observar a la gentuza que medra en el escenario político en una permanente pugna por el poder, sin la menor vergüenza y escrúpulos, con una ferocidad desconocida hasta hoy. Subir en el seno de un partido es cosa de tartufos, tanto más peligrosos y perversos cuanto más alto llegan. El moderno tartufo ha hecho de la traición la tónica habitual de su praxis diaria. Traición a los suyos, a sus pobres e ingenuos electores, a todo un pueblo que le confió sus designios y, por supuesto, a sus propios compañeros de partido. Encarnizada representación para los acuchillamientos de última hora, esperpento de toda putrefacción contra el bien general, animada -y execrable- farándula de charlatanes.

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