El vuelo

Y aquí estoy, saltando al vacío de tecla en tecla, habituándome a este orden precario y a esta ciudad enorme

Hace poco me fui unos días de vacaciones al extranjero. El vuelo fue como todos: el rugido de los motores al despegar, el ir y venir de pasajeros al baño, los mares de nubes. Al llegar y conectar los datos, todo se torció.

El móvil empezó a vibrar como si tiritara de fiebre. Tenía WhatsApp lleno de mensajes y llamadas perdidas de mis padres. “¿Qué has hecho?”, me preguntaban, “¿qué has hecho?”, y me lo repetían cada pocos minutos, como si no supieran qué más decirme o quisieran insistir en obtener de mí una respuesta, aunque no pudiera o no supiera dársela.

Bastaron unos mensajes de vuelta para saber qué había pasado. No espero que me crean, pero se lo cuento tal cual es. Yo no había visto nada raro: al subir a las alturas, la ciudad se volvió más y más pequeña. Lo que ocurrió en realidad, y yo no percibí entonces, es que la ciudad se volvió más y más pequeña. La perspectiva se hizo carne. Mis padres me contaban aterrados que empezaron a sentirse raros, como flojos, a la altura del Charco de la Pava, y que les llevó diez horas llegar a Ikea. En el aparcamiento, algún coche suelto de Camas o de Bormujos o de Tomares ocupaba la plaza entera, mientras el suyo cabía debajo de los carritos, y de ahí dedujeron que esos se habían salvado. Ellos se volvieron, porque no iban a poder ni con una balda de la Billy.

Mis padres me rogaban que volviera. Parece que esto sólo había pasado en la capital. El Aljarafe se alzaba como un verde Himalaya, y el Sagrado Corazón de San Juan parecía que iba a tragarse la ciudad o a tirarse en plancha como un rockero borracho. Supuse que la Giralda, sintiéndose alta y estilosa y cubierta como siempre de elogios, no se daría cuenta de su diminuta estampa. Las torres azules de Nuevo Torneo serían piezas de Lego desperdigadas por un niño torpe.

Muchos de ustedes ni se habrán dado cuenta. Las calles del centro son muy estrechas, y Sevilla muy llana, y tendemos a mirarnos el ombligo. El extraño fenómeno duró un par de días, lo que tardé en volver, y al ir aterrizando creí oír los suspiros de alivio de media ciudad. Sevilla recobró su histórica silueta. Volvió a ser la de siempre: henchida, orgullosa, espléndida.

Al aterrizar hice lo que hace todo el mundo: conecté los datos, avisé de mi llegada, leí algunos titulares. Luego cogí mi equipaje, bajé por el finger, y al salir del aeropuerto casi me escurro por la rejilla de una alcantarilla. Tenía que pasar: ahora el minúsculo soy yo. Y aquí estoy, saltando al vacío de tecla en tecla, habituándome a este orden precario y a esta ciudad enorme, llena de todo, que no se acaba nunca.

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