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Aunque el Gobierno se esfuerce por desviar la atención y poner en duda la imparcialidad de los jueces que han instruido las causas que tocan más de cerca a la familia y colaboradores cercanos del presidente del Gobierno, lo cierto es que Pedro Sánchez está en una situación que no tiene precedentes en la democracia española. Su hermano, David Sánchez, se sentará en el banquillo por un presunto tráfico de influencias; su esposa, Begoña Gómez, tiene muchas posibilidades de hacerlo por, al menos, un caso de presunta malversación y el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, irá a juicio acusado de haber revelado datos reservados de un contribuyente. Ninguno de los procesos de instrucción que han dado lugar a estas situaciones han sido cuestionados o invalidados por las instancias superiores de los jueces que los iniciaron. Lógicamente, que una instrucción sumarial desemboque en auto de procesamiento no cuestiona, de ninguna forma, la presunción de inocencia de los acusados. También entra dentro de la lógica que se cuestione por parte de los señalados la idoneidad de los magistrados e incluso que se haga una crítica jurídica a los procedimientos utilizados o a la orientación que se le ha dado a la investigación. De hecho, el juez Juan Carlos Peinado, que investiga a la esposa del presidente del Gobierno, se ha hecho, sin duda, acreedor de este tipo de críticas: su actuación ha rozado en más de una ocasión lo estrafalario y ha evidenciado una clara antipatía por la imputada. En cualquier caso, es evidente que el cúmulo de casos que rodean a Pedro Sánchez crea una situación política explosiva. El presidente intenta, por ahora, capear la tormenta proclamando que quedará demostrada la inocencia de los implicados. Es una forma de eludir las responsabilidades políticas que ya debería haber asumido. Que no lo haya hecho enrarece aún más un clima político irrespirable desde hace ya demasiado tiempo.
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