Tribuna

Alberto guallart

Profesor de Filosofía

Edgar Morin en Carmona

Edgar Morin en Carmona Edgar Morin en Carmona

Edgar Morin en Carmona / rosell

El 8 de julio pasado cumplía cien años, cien, el sociólogo francés Edgar Morin (Nahum). El de su nacimiento fue también -en sentido contrario- un año de notables decesos: Enrico Caruso, Camille Saint-Saëns, Fernand Khnopff, y, entre nosotros, Eduardo Dato, Emilia Pardo Bazán y unos nueve mil quinientos soldados españoles en Annual. Da vértigo pensar que la vida de alguien que todavía colea -y al que hemos conocido- se entrecruza y traba con nombres que nos remiten a desencuadernados libros de texto del Bachillerato.

Dentro de cien años más a Edgar Morin se le seguirá leyendo por su creativa apuesta por subvertir un paradigma científico vigente, por lo menos, desde hace ocho siglos, desde fray Guillermo de Ockham y su idolatrada idea de la simplicidad del Cosmos. La ciencia -es cosa bien sabida- ha andado durante mucho tiempo a la sombra y tutela de la religión y su teología, circunstancia ésta que ha podido influir en la persuasión de que el funcionamiento y esencia del Mundo deben parecerse a la simplicidad que atribuimos a Dios. Quizá detrás del paradigma científico de la simplicidad (devenido luego en vulgar simplificación de lo real), esté aún la teología agazapada. La simplicidad es divina.

Edgar Morin, por su parte y bien a la contra, empieza en los años cincuenta a elaborar un sistema de pensamiento que niega la simplicidad como paradigma. Desde su formación e instinto sociológicos, el trabajo de Morin se endereza a hallar un modo de aprehender la realidad que ponga el foco en las contradicciones, los azares, las ambigüedades e indeterminaciones que constituyen el mundo.

Pero no es una exposición de su método el que aquí quiere hacerse, sino evocar un afán del centenario Edgar que muy pocos conocen, y que nos lo acercan al terruño local. Tal es, o fue, el ilusionante (y frustrado) proyecto moriniano de fundar -bajo su dirección y patronazgo- un instituto de enseñanza en Carmona.

La acción se desarrolla en el verano de 2006, aunque algunos de sus protagonistas nos conocimos tres años antes en el domicilio parisién del filósofo, adonde tres expedicionarios sevillanos nos encaminamos entonces provistos de mucha emoción y de medio kilo del mejor jamón ibérico cortado en lonchas. Íbamos el periodista Ignacio Romero de Solís y el poeta José Daniel M. Serrallé liderados por el escritor y politólogo francés Bernard Allien. A ninguno de los tres sevillanos nos parecía que irrumpir por vez primera en casa de un judío con semejante obsequio fuese lo más conveniente, pero enseguida descubrimos que habíamos sido bien aconsejados y de que a Edgar Morin, en cuanto vio el jamón, le sobrevino una indisimulada impaciencia por arramblar con las lonchas que su esposa Edwige inmediatamente nos trajo servidas en una fuente junto a un vino y queso excepcionales. El objetivo de la visita era simplemente acercarnos al sabio, y contemplarlo con la misma curiosidad y mucha devoción con que se mira una reliquia famosa. De aquel gozoso ágape creo que todos sacamos la socrática convicción de que el conocimiento no es acumular doctrina, sino darnos cuenta de los límites de nuestros saberes, una de cuyas fronteras e insuficiencias es -precisamente- la complejidad de lo real.

Todo esto pasaba en 2003 y tres años después, ya en Carmona, agasajados esta vez por Bernard Allien en su histórica casa de la collación de Santa María y con asistencia del entonces alcalde de la ciudad, Edgar Morin nos revelaba su plan de abrir allí mismo un centro de estudios en donde se ensayara "una racionalidad reflexiva, crítica y autocrítica". Tales fueron, más o menos, sus palabras.

El alcalde Sebastián Martín Recio, uno de los regidores más honestos desde los días de San Teodomiro, enseguida ofreció recursos públicos para ponerlo en marcha, mientras el filósofo Morin, por su parte, se ocuparía de reunir el claustro de profesores del futuro centro, dotado de rango universitario, con capacidad para impartir diplomaturas y posgrados. El nombre sería: Instituto de Cultura Fundamental.

Finalizada aquella velada, y ya de regreso a Sevilla, nos trajimos a Edgar y a Edwige en el coche rumbo a su hotel, ocasión para volver a descubrir el desparpajo con que el filósofo se aleja del establishment intelectual al uso, pues, de entre el menú de posibilidades musicales que le ofrecíamos para amenizar el trayecto, nos pidió sin dudarlo que pusiéramos copla, copla española, y enseguida empezó a escucharse en las voces unánimes de Concha Piqué, Edgar y Edwige Morin, apoyá en el quicio de la mansebía, / miraba encenderse la noche de mayo…

Meses y años más tarde, una caída de Edgar, la enfermedad y fallecimiento de su mujer en 2008, y los traqueteos políticos, dieron al traste con aquella prometedora academia, en cuyo frontispicio, como en la de Atenas campearía un lema: "No seas de los que tienen una carrera, sé de los que tienen una vida".

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