Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Univesidad de Almería

María Moliner

No tuvo el acierto la Real Academia de incorporar a la insigne humanista y lexicógrafa. Dámaso Alonso, Laín Entralgo y Rafael Lapesa la apoyaron

María Moliner María Moliner

María Moliner

En este marzo, resplandeciente y velazqueño, como un poema de José Antonio Santano, el gran escritor cordobés, surge el recuerdo de una mujer de extraordinario talento: María Moliner. Ahora se cumplen cincuenta años de la publicación del II volumen de su universal «Diccionario de uso del español». El I volumen apareció en 1966. Ambos fueron publicados en la colección de la Biblioteca Románica Hispánica de la editorial Gredos, que dirigía Dámaso Alonso. El español, esa lengua que hablan más de 500 millones de personas, le debe hacer un homenaje permanente para reconocer la excelencia de una obra lexicográfica, que parte del cauce infinito que comienza en Sebastián de Covarrubias y Horozco en 1611. Otro tesoro, escrito con la misma métrica del nebrisense en la cervantina hora de la diacronía. María Moliner estudió Historia; titulación de la que se licenció en 1921. Aprobó las aposiciones al cuerpo de archiveros, bibliotecarios y arqueólogos. Fue destinada a Murcia, después de una breve etapa en Simancas. Fue en la capital murciana, donde conoció a su marido, el catedrático de Física, Fernando Conde. El reconocimiento de García Márquez vuelve como rima garcilasiana en el esplendor de églogas y sonetos: «María Moliner hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana, dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y (a mi juicio) más de dos veces mejor». La prosa eterna de Delibes y la pluma inmortal de Umbral manifestaron su predilección por una labor distinta y excepcional: en su técnica, en su disposición, en su estructura, en su planteamiento y en sus resultados. Sin dejar en las metáforas del olvido el hecho pedagógico y científico de que este ejemplar repertorio, aparte de alfabético, es un diccionario ideológico, sintáctico y de sinónimos en la más auténtica definición filológica. María Moliner, una mujer infatigable, que dedicó quince años de su vida a elaborar uno de los mejores tratados lexicográficos de cualquier lengua y, en concreto, del español, con una dimensión aplicada hasta entonces relegada: la atención a quienes estudiaban el español como segunda lengua. Cumplía así un objetivo dilecto, que otros diccionarios ignoran: «Guiar en el uso del español tanto a los que lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden y han llegado en el conocimiento de él a ese punto en que el diccionario bilingüe puede y debe ser sustituido por el diccionario en el propio idioma que se aprende» Antes, en la historia de lexicografía hispánica, había brillado con especial dilección el «Diccionario ideológico» de Julio Casares. Junto al Diccionario general ilustrado de la lengua española, con prólogo de Ramón Menéndez Pidal y revisión de Samuel Gili Gaya, el DRAE y el Diccionario del español actual de Manuel Seco, las obras de María Moliner y Casares navegan por un mar de palabras inagotable; cuyos significados resplandecen como hexámetros homéricos a una y otra orilla del Atlántico, a modo de entradas léxicas, que se asemejan a versos juanramonianos y nerudianos en la infinitud del tiempo kantiano de la existencia. Nos hallamos, así, ante una joya del idioma en la plena extensión de los términos, que tan metalingüísticos los conforma la ilustre filóloga aragonesa. Como señala Porto Dapena, «nos hallamos ante un diccionario que, a su carácter semasiológico, común a la generalidad de los diccionarios alfabéticos monolingües, añade el de onomasiológico, propio de los también denominados diccionarios ideológicos y de sinónimos».

No tuvo el acierto la Real Academia de incorporar a la insigne humanista y lexicógrafa. Dámaso Alonso, Pedro Laín Entralgo y Rafael Lapesa la apoyaron. Mas la candidatura fue rechazada. Una injusticia que el tiempo no ha borrado. Los méritos innegables que atesora el DUE la hacían merecedora del honor y del privilegio de formar parte de la docta institución. Hubiera engrandecido la semblanza de nuestra milenaria lengua desde la A hasta la G (primer volumen) y desde la H hasta la Z (segundo volumen). «Estando yo solita en casa una tarde cogí un lápiz, una cuartilla y empecé a esbozar un diccionario que yo proyectaba breve, unos seis meses de trabajo, y la cosa se ha convertido en quince años», recordaba en la sinalefa de los instantes que perduran. La eximia estudiosa, Carmen Conde, en su discurso de ingreso en 1979, enfatizaba «Vuestra decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria». Palabras, que reflejan la sintaxis de una reivindicación que, al fin, halló la respuesta para honrar a aquella mujer, que, como intelectual y republicana, extendió los semas de la cultura con la caligrafía que siempre permanece en su antiguo rumor. El mismo, que, hoy, sigue caminando en las páginas de una nueva edición.

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