Vengo de medio siglo en un país donde la corrección política y judicial empezaba a sostener la vida pública tras cuarenta años de ignominia. Paso de ese recuerdo a otro país marcado por un clima emocional continuo, donde la política impregna cada rincón y a menudo se fija más en el conflicto que en la vida real. Esa tensión acaba salpicando nuestras vidas.
Vivo en un país donde la mentira se ha instalado en las instituciones y en los poderes del Estado, materializándose en decisiones que socavan la credibilidad. Urge abrir puertas y ventanas para que circule el aire puro, porque esta anomalía política parece contaminar la última certeza de los ciudadanos: la justicia.
Hay casos recientes que muestran esta fiebre institucional: Leire Díez, que pide nulidad de grabaciones por presunta vulneración de derechos fundamentales; la sentencia del Fiscal General del Estado, criticada por presunta politización en un tribunal históricamente volcado al consenso; ni siquiera el “proyecto Wine”, donde la Audiencia Nacional descartó cohecho pese al uso de un alto cargo policial. Ninguno de ellos aporta el bálsamo que esta herida institucional exige; antes bien, ejemplifican resoluciones desconectadas de la convivencia que siembran desconfianza.
Hay decisiones judiciales que revelan con precisión el rumbo del país en los próximos años, porque cuando la justicia comete errores, el ciudadano se pregunta qué precio debe pagar por esos fallos y cuál es su impacto real para la convivencia social.
Otros fallos llegan marcados más por la presión del momento que por la solidez jurídica, y esa distorsión alimenta expectativas irreales a actores oportunistas, haciendo creer que se solucionan problemas cuando, en realidad, solo se agravan.
Hay sentencias que dejan memoria, porque polarizan, abren heridas y provocan escándalo. Cuando se dictan bajo el impulso mediático, pierden la fuerza de la razón en favor del impacto emocional. Lo más grave es que el sistema, roto y deslegitimado, parece exigir a los ciudadanos una rectitud moral que trasciende lo razonable para siquiera tener derecho a reclamar sus derechos, creando una farsa que exige conformidad con el mismo entramado que nos falla.
La gran pregunta es si este envoltorio institucional, que nos asfixia, tiene la capacidad de ventilarse con el aire puro de la calle, porque el ciudadano empieza a sentirse obligado a demostrar una rectitud ética imposible para tener derecho a tener derechos, una exigencia que distorsiona y despoja de sentido lo que deberían ser derechos universales.