Desde hace años mantengo en mi web personal una sección titulada «Corrupción ambiental». Se trata de un sencillo gráfico con la incidencia relativa a lo largo del tiempo de la palabra «corrupción» en las búsquedas que se producen en Google desde España. Hacía tiempo que no lo miraba, pero ciertas noticias en las últimas semanas sembraron mi curiosidad y volví a entrar para ver si mi índice casero estaba reflejando la proliferación de casos reportados por los medios de comunicación.
Para mi sorpresa, no solo lo estaba captando, sino que precisamente el índice se situaba en máximos históricos. Desde la primavera se encontraba en niveles altísimos, marcando el máximo momentáneo de la serie en junio, y con una clara tendencia al alza que llega hasta este mismo mes de diciembre en el que nos encontramos. Además, en el último barómetro del CIS se posiciona como la quinta mayor preocupación de los españolas, por detrás de la vivienda, los problemas económicos, los problemas políticos en general y la inmigración.
Una cuestión que siempre me ha llamado la atención es que la corrupción en nuestro país no conoce límites, se produce indistintamente en todos los ámbitos competenciales, desde los ayuntamientos hasta los ministerios, pasando por diputaciones, comunidades autónomas y empresas públicas. Tampoco distingue entre partidos: todos tienen algún caso de corrupción, todos los que gestionan algún presupuesto público, ya sean de izquierda o de derechas.
Una publicación de Juan Luis Jiménez en Nada es Gratis que analiza unos 3.743 casos entre 2000 y 2020 informa que la mayoría de los casos se producen a escala municipal y que, a mayor población del municipio, mayor es la probabilidad de que se haya producido un caso de corrupción. Y, como imagino que se lo están preguntando, en la base de datos que han utilizado, el partido con mayor número de casos en los 20 años de análisis ha sido el PP, seguido a muy corta distancia del PSOE. Entre los dos acumulaban el 75,8% de las causas –lo cual es lógico, ya que son los partidos con mayor número de gobiernos–.
Si nos comparamos ahora con los países de nuestro entorno salimos muy mal en la foto. La organización Transparencia Internacional publica cada año un Índice de Percepción de la Corrupción para 180 países. España se situó en 2024 en el puesto 46, cayendo 10 desde el puesto 36 de 2023 y 2022. De las grandes economías de la UE, solo Italia está peor valorada que la española. De hecho, el cinturón de mayor corrupción de la UE abarca a los países del Mediterráneo y los del flanco oriental.
A nadie se le escapa el daño que la corrupción genera. Desde el derroche de fondos públicos para el enriquecimiento de unos pocos y el deterioro de los servicios y bienes públicos, hasta la pérdida de confianza de los votantes en las instituciones, en la política y, en última instancia, en la propia democracia como sistema político.
Quiero pensar que no hay nada en nuestro código genético o en nuestra cultura que predisponga a la corrupción en mayor medida que en otros. La propia visualización del índice de Transparencia Internacional parece indicar que hay una cierta correlación entre riqueza de un país y su posición en el ranking. Lo que también tiene su lógica, ya que la pobreza correlaciona también con la calidad de las instituciones, que son la herramienta principal para llevar a cabo los actos de corrupción.
Y tampoco hay que dejar de lado que nuestro sistema no es especialmente reactivo a los casos de corrupción. La actitud de los grandes partidos es idéntica en casi todas las ocasiones. Pero sorprende sobremanera que los partidos se tiren los trastos a la cabeza con el descubrimiento de cada nuevo caso pero que no se pongan de acuerdo en la toma de medidas que pongan coto o dificulten la corrupción.
No sé si es que el incentivo es precisamente no tocar el sistema, ya que las potenciales ganancias (ilegales) son mayores que las pérdidas (de voto a corto plazo), ya que o bien los votantes tienen la memoria muy corta o bien se ha generalizado tanto la idea de que «todos roban» que la corrupción ha dejado de ser una variable que influya decisivamente en la decisión del voto.
Pero, a largo plazo, ese sentimiento de decepción con el sistema de partidos puede salirnos muy caro a todos ya que los votantes podrían inclinarse por opciones supuestamente antisistema que aboguen por erosionar el propio sistema en pos de alguna necesidad percibida que y terminemos derivando hacia un sistema menos democrático y más autocrático. Y esto no es ciencia ficción, ya lo estamos viendo en países con una tradición democrática mucho más prolongada que la nuestra.