La tribuna

El Gobierno contra la democracia

El Gobierno contra la democracia

Doctor En Derecho Y Periodista

Para quienes confían en el Estado de Derecho cuyo pilar fundamental es la Justicia, el ciudadano García Ortiz ha sido condenado por el Tribunal Supremo, es decir, el ciudadano García Ortiz es desde ahora un delincuente. Conozco a varios delincuentes, algunos con penas de cárcel, ninguno ha producido un daño institucional del calibre de “revelación de secretos que vulneran el derecho de defensa de los ciudadanos”. Así lo ha declarado con precisión jurídica ante el Tribunal Supremo el Decano del Colegio de Abogados de Madrid, como acusación particular contra el ciudadano García Ortiz cuando ejercía de fiscal general del Estado.

Este fallo no solo marca un hito en la historia judicial de nuestra democracia, sino que ha desvelado la fractura institucional que amenaza con erosionar los cimientos del Estado de Derecho en España. Se trata de un fallo suscrito por cinco magistrados de acreditada trayectoria que desmiente cualquier sospecha de sesgo o motivación política. El garantismo procesal ha sido escrupuloso y los hechos probados, documentados y corroborados con informes y testigos bastan para justificar los fundamentos jurídicos de este fallo. En una democracia asentada en el estado de Derecho, esta resolución se habría acogido con naturalidad, pero en España, donde las costumbres democráticas se están sustituyendo por una liturgia sectaria, el fallo ha sido objeto de un acoso infame por parte del gobierno y sus socios parlamentarios. En lugar de respetar la independencia judicial como piedra angular del sistema democrático, han preferido el camino de la intimidación y el descrédito. Lo que estamos presenciando en boca de los corifeos del gobierno no es una crítica legítima, sino una campaña de señalamiento orquestada desde el poder Ejecutivo para desacreditar al Tribunal Supremo. Un asalto en toda regla, que posiblemente raya el delito, contra la neutralidad y profesionalidad del Poder Judicial.

Un breve repaso a la memoria reciente. Esta misma Sala del Tribunal Supremo condenó a Iñaqui Urdangarin, yerno del rey de España a cinco años de cárcel y el condenado entró en la cárcel sin reprobación ni critica alguna de la familia Real al Tribunal Supremo. El mismo Tribunal Supremo condenó a Rodrigo Rato, ministro del PP, a cuatro años de cárcel y cumplió su condena sin ninguna campaña de descrédito del PP contra el Tribunal. Ambas sentencias se acataron sin estridencia política y la sociedad pudo verificar que la Justicia es igual para todos los ciudadanos en la democracia española. También para el ciudadano García Ortiz. Pero cuando esa misma Justicia es capaz de cometer la osadía de condenar al fiscal general nombrado por el PSOE, entonces se desata la furia de los infiernos, el universo se derrumba sobre las cabezas de los cinco magistrados que han votado ese fallo. ¿Tal vez las únicas sentencias válidas para el Comité Revolucionario entorno a Sánchez sean las que se votan por unanimidad? La anorexia intelectual y la absoluta ignorancia de casi todos queda de manifiesto. No deja de ser irónico que aquellos que han jurado defender la Constitución y el Estado de Derecho actúen como si la Justicia fuera un estorbo y los jueces meros obstáculos para sus intereses políticos. Han llegado a tildar al Tribunal Supremo de prevaricador, una acusación que en boca de altos cargos del Ejecutivo no es solo una deslealtad institucional, sino una incitación directa al desprecio ciudadano por la Justicia. El propio presidente del gobierno ha lanzado mensajes para defender la democracia de la politización de la Justicia, un contrasentido risible, mientras sus ministros, socios y corifeos mediáticos vierten acusaciones con calificativos impensables sobre los jueces que han osado “tocar” al fiscal general, un peón cualificado del régimen. Un fiscal, por cierto, cuya conducta ha merecido no solo la censura del Supremo, sino también la reprobación de sus propios compañeros, del Consejo Fiscal, del Colegio de Abogados de Madrid y de los ciudadanos que aún creen en el imperio de la ley.

Este episodio se adentra en un territorio sombrío donde el Ejecutivo pretende erigirse en poder hegemónico subordinando la Justicia y neutralizando cualquier contrapeso institucional. Las declaraciones de portavoces, ministros y diputados de la mayoría gubernamental podrían figurar en un manual de subversión institucional, se está produciendo es un proceso de demolición del principio de separación de poderes. Lo que antaño fue una democracia parlamentaria se está convirtiendo en una democracia plebiscitaria donde el Ejecutivo no responde ni ante el Parlamento ni ante los Tribunales. La Justicia solo es aceptada si absuelve, silenciada si investiga, y lapidada si condena. La sentencia del Supremo no solo condena a un alto cargo; es un recordatorio urgente de que la ley está por encima de las ideologías, los intereses partidistas y los caprichos del poder. Cuando se ataca al Supremo, no se ataca a un tribunal se dinamita la confianza del ciudadano en la Justicia y, por tanto, en la democracia misma. Y en ese lodazal solo prosperan los demagogos, los corruptos y los autócratas.

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