Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería

La mejor entrevista de la historia

Pregunta: «¿Va a aceptar, de una vez por todas, que usted formó parte de un encubrimiento y que infringió la ley?». Respuesta: «¡Silencio!»

La mejor entrevista de la historia La mejor entrevista de la historia

La mejor entrevista de la historia

En la historia del periodismo, en cualquiera de sus vertientes, la entrevista ha sido un género dilecto, el cual ya parecía prefijado en las universales páginas del Quijote y El buscón, como escritura que descubre los secretos longevos de la existencia en los ayeres inevitables de otro tiempo que será y es. Ahora bien, decir cuál fue la mejor entraña el riesgo de equivocarse. Si afirmamos que la preferida es la que le hizo Herbert Matheus a Fidel Castro en sierra Maestra, puede que acertemos. En el caso de considerar como la favorita la que Truman Capote hizo a Marlon Brando, es posible que también contemos con muchos votos a favor. En fin, puesto que la unanimidad no es una aspiración infinita de nadie que lea la realidad como filosofía sartreana, me atrevo a señalar que la que ha dejado más huella en los renglones siempre preclaros del periodismo, como un duelo (o un desafío) al sol, es la que David Frost (sin ser Gregory Peck) hizo a Richard Nixon. Veintiocho horas, reducidas a seis, en la televisión, con cerca de cincuenta millones de espectadores, en cuatro sesiones de hora y media, tuvieron semántica y enigma hasta el final. Como si el diálogo hubiera sido cine de David Fincher; o, tal vez, una novela escrita por Orson Welles y Frank Sinatra.

Desde el principio, la entrevista se mostró como una partida, en la que el ex presidente del Watergate, de la mentira y del encubrimiento enseñaba sus cartas con la altanería propia de un bravucón, el cual menosprecia a su adversario, y a un Frost, empequeñecido, por voluntad propia, con el objetivo de llegar al desafío cuando el momento descubriera las debilidades y miserias de quien, pareciendo un valiente, era un cobarde. El periodista británico se mostró cauto, prudente y con palabras, que siempre iban detrás de las de Nixon. Mas el instante tenía que sobrevenir y arribó. ¿Cómo se explica el derrumbamiento del boxeador contra las cuerdas, que ya era el líder republicano? La inteligencia freudiana que ve al ser humano a través de la lupa de los sabios de Sivana tiene la clave. Es como si Frost hubiera reunido al periodista, al psicólogo, al detective y al escritor en un mismo hombre, al descubrir que, entre Freud, Sherlock Holmes, Fiódor Dostoyevski y él mismo, había más semejanzas que las que preceden a la calma zen, cuando la inocencia del coraje caligrafía la odisea de las veinticuatro horas, y la métrica del laberinto nos advierte que hay que esperar al siguiente fragmento para que la impostura naufrague: «¿Qué tal, Frost?; ¿ha follado usted esta noche? Tiene usted los zapatos un tanto afeminados», vociferó el juguete roto que ya era Nixon que vendió la entrevista por seiscientos mil dólares en 1977: más de seis millones de euros, hoy.

Ganó Frost con claridad: es decir, el periodismo: o sea, Larra, Dickens, Nellie Bly, Martha Gellhorn, Rodolfo Walsh, Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski, Hunter S. Thompson y Umbral. Perdió el político: Nixon, el antólogo de farsas y el estratega del juego sucio, que confundió el poder con su yo y la Casa Blanca, con una mansión, la cual le pertenecía, más allá de los umbrales de un soñador, que, lentamente, se transfigura en personaje kafkiano a la deriva. Y, quizá, en huidiza sombra stendhaliana, quien percibe que la vida es un secreto que un micrófono oculto revela. Lo que parecía un silogismo dialéctico terminó en un pulso psíquico. Vietnam, Camboya, el caso Watergate: todo se vuelve en contra del demagogo republicano mientras la interrogación retórica se hace periodismo: «¿Por qué no quemó aquellas cintas?». (Smoking Gun). Pero el desafío, en la parte de wéstern que tiene, está en este diálogo joyceano: Pregunta: «¿Está usted diciendo que en ciertas situaciones el presidente puede decidir que algo conviene a la nación y, entonces, hacer algo ilegal?». Respuesta: «Lo que digo es que, si el presidente lo hace, no es ilegal». Pregunta: «¿Va a aceptar, de una vez por todas, que usted formó parte de un encubrimiento y que infringió la ley?». Respuesta: «¡Silencio!».

Nixon confundió el Estado con sus ambiciones y violó la ley. Su caída en el abismo de Hades se produjo porque incendió, con intención espuria, aquellas palabras de Menandro de Atenas: «El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino el que, pudiendo ser injusto, no quiere serlo». La verdad de Bradlee triunfó entonces. Nixon no fue ya el cadáver exquisito de César Vallejo, sino el Johnnie Walker, etiqueta negra, con Ginger Ale, que enviudó de aquella botella. Y David Frost, por el contrario, el periodismo que eternizó los sintagmas elegidos por Ludwing Van Beethoven: «Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo». ¿Quiso, tal vez, Nixon ser Dean Martin sin saber quién era John Ford? El periodismo, rumbo a su mar.

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