Un periodista en los enigmas de Wuhan
La primera página está escrita. Pero no hay letras para seguir leyendo, sin saber antes la verdad en Wuhan: «Tu quoque, fili mi?»
El periodismo siempre ha preguntado por la memoria proustiana que erige el tiempo en los momentos en los cuales la historia es odisea y testimonio en la antología de la libertad. Caligrafiaba Francisco Zarco en el recuadro de los instantes, enmarcados en el prontuario de las palabras, que cincelan la prosa entre Larra y Umbral: «La prensa no solo es el arma más poderosa contra la tiranía y el despotismo, sino el instrumento más eficaz y más activo del progreso y de la civilización». Por ello mismo, fulge como catilinaria ciceroniana, la cual se hace unánime en las avenidas del mundo, el enunciado que se pronuncia como un enigma que busca la respuesta: ¿Qué ha sucedido en el Instituto de Virología de Wuhan, con el nivel P4 de seguridad? Las tesis y teorías, al respecto, son legítimas, en tanto en cuanto su finalidad sea la verdad y no la mentira, al servicio de espurios intereses. ¿Dónde está, pues, la raíz de la propagación de la COVID-19? ¿En el propio laboratorio, más que en el mercado de Wuhan? Sin descartar la génesiis artificial del virus, como algunos estudios demuestran, todo apunta a que la clave está en un fallo humano. Razón, de más, para que una comisión internacional, constituida por los científicos y técnicos más prestigiosos, haga una inspección rigurosa que descifre el jeroglífico de una incógnita, con el propósito de que la lámpara se encienda y la luz asome por los miradores de oriente. Si el monólogo del régimen chino no da lugar al diálogo, la dictadura del silencio será la aliada cómplice de la cobardía. El periodismo tiene que desvelar los secretos que se ocultan. En caso contrario, Wuhan será una de las peores manipulaciones de la historia, la cual acechará, lenta y breve, con la máscara de su agonía.
El respeto a los más de doscientos mil muertos nunca podrá ser olvido, sino voz y honra en las estrofas manriqueñas de un llanto infinito, que solo puede consolar el florilegio indeleble del periodismo, que no se deja amedrentar por Xi Jinping o el doctor No, Trump o Putin. Un virus, letal y destructivo, como ningún otro, se ha propagado por las cuatro esquinas de los puntos cardinales con alevosía y nocturnidad. El diario británico The Sun, en una exclusiva, que publicó el miércoles, 29, titula: LAB SCANDAL WUHAN. Y manifiesta que han sido eliminadas unas sorprendentes fotografías que demuestran cómo algunos científicos chinos, cuando entraron en las cuevas de Kunming, provincia de Yunnan, con el objetivo de recoger muestras de hisopos fecales de murciélago, no llevaban ni siquiera guantes. Alguno de ellos admitió que llegó a tener contacto con orina y sangre del mamífero volador. Si las fotografías se rescatan, la sospecha será como una daga que permanece y queda, a modo de un cuchillo que desgarra la esperanza y corta la respiración. Bob Woodward no es ya periodista del Washington Post, pero los enigmas del Instituto de Virología de Wuhan reclaman un periodismo como el de aquel Watergate, que acabó con Nixon. Los hexámetros de una duda cartesiana son fugitivos de las horas, las cuales espían los tictacs de las madrugadas, que lindan con los segundos interminables de una metamorfosis kafkiana o joyceana. La semántica de Jonathan Franzen no se rinde al infierno de los cobardes, puesto que espera, impaciente, en su prosa de estirpe y compromiso, hasta preguntarse, una vez y otra: ¿Quiénes han traído la COVID-19 al mundo? No se trata de una película de terror, sino de una novela del género, llevada al cine por el oscuro tráiler de un centro virológico, que asombra y sorprende por ser un semillero de las cepas más expuestas de la historia de la Humanidad, en un número que sobrepasa las mil quinientas.
Alguien ha errado en Wuhan y puede haber iniciado una pandemia, en la que un patógeno asesina y mata. El mundo no entiende lo que está pasando. La propaganda de las versiones oficiales es una octavilla y panfleto ágrafo, tal es lo que revela. Arribistas y truhanes, pillos y bribones, granujas y rufianes se disfrazan de títeres. Quienes se venden por un puñado de euros también traicionan a Dios y a su madre. Sin haber sido siquiera actores de doblaje en La muerte tenía un precio, se consideran mejores intérpretes que Clint Eastwood y Lee Van Cleef. Al declinar el día, Caín sigue matando a Abel. La primera página está escrita. Pero no hay letras para seguir leyendo, sin saber antes la verdad en Wuhan: «Tu quoque, fili mi?».
También te puede interesar