Infancia de capirotes y tambores

Semana Santa

Bajar al centro de Almería a “ver procesiones” durante Semana Santa era un deseo irrenunciable de la chiquillería de los barrios

Un sentimiento de libertad diferente al percibido en la Feria agosteña

Logotipo del Centenario del Santo Sepulcro.
Logotipo del Centenario del Santo Sepulcro.
Antonio Sevillano

01 de abril 2023 - 06:00

Desde un prisma laico, civil y respetuoso llevo treinta años escribiendo puntual y regularmente (con mayor o menor fortuna) sobre aspectos culturales y sociales, lúdicos e históricos de la religión popular almeriense y, lógicamente, con el paso de las décadas los temas se agotan. Y no es cuestión de tirar de refritos y/o de corta y pegas. A pesar de ello, Antonio Lao, director del Diario, me convence para que una vez más regrese a las andadas. Tarea ardua para quien el listón octogenario acecha a la vuelta de la esquina y los recuerdos se diluyen como sacarina en una taza de café. En esta ocasión me emplaza a rememorar vivencias infantiles en Semana Santa. Quede claro por tanto quien es el responsable de las “batallitas de abuelo Cebolleta” que perpetro. No obstante, a tiempo están de pasar página y buscar titulares de mayor enjundia.

Soy un niño de la oscura y represiva posguerra y en cierta medida fruto de la bomba atómica. Me explico. A mi progenitora le faltaba una semana para “salir de cuentas”. Pero hete aquí que el 6 de agosto de 1945 en la vertical de Hiroshima (y seguidamente Nagasaki) explosionaron sendas mortíferas armas de destrucción estadounidense que -muerte y desolación- finiquitó vidas humanas y aceleró el fin de la 2ª Guerra Mundial. Al parecer, su onda expansiva se hizo presente en esta bendita tierra sureña y afectó a la parturienta. Mi nacimiento se produjo al día siguiente ante el beneplácito de la comadrona (escasas y abnegadas) del Seguro Obligatorio de Enfermedad (entidad dependiente de la Caja Nacional) y la satisfecha sonrisa de la bacareña mamá primeriza frente al berrear del españolito que vino al mundo en el que una de las dos España le helaría el corazón. Ocurrió en el nº 13 de la calle Lepanto (antes Lobo), entre los Franciscanos y la plaza de toros. En el humilde y trabajador Distrito 5º de casas obreras de “puerta y ventana”, salpimentado de pequeños comercios, menestrales y ausencia de universitarios; en el que el añorado y genial radiofonista Francisco Moncada era nuestro referente intelectual y modelo a seguir. A la semana siguiente me acristianaron en la “pila de los gitanos” existente en la parroquial de San Sebastián de las Huertas -a extramuros- dado que la de San Agustín seguía en obras tras haber estado ocupado el templo por el colegio anarquista-libertario 'Ferrer Guardia', con aulas femeninas, masculinas y piscina. A diferencia de Antonio Machado, mis recuerdos primeros no están ligados a patios limoneros y sí a La Molineta, Cortijo Fischer, coso taurino y terraza-cine Imperial (originalmente Versalles), perfumada de jazmineros y galanes de noche; espacio donde gozar (“colados”, por supuesto) de su programación cinematográfica y veladas de Copla y Flamenco. Y de sufrir sistemáticos sopapos de mi padre por desobediente y asilvestrado, por llegar a “las tantas” con los pantalones rotos y las rodillas desolladas.

Encabezada por la Guardia Civil a caballo, el cortejo del Sepulcro infundía respeto

Pero dejemos atrás las travesuras y volvamos a la Semana pasionista. Siempre ligada a la sensación de libertad y al aroma de primavera. Preferible a la Navidad con sus dulces y roscos, panderetas y villancicos. Con 7-8 añillos suponía una quimera que nuestros padres nos dejaran bajar al Paseo a ver procesiones sin un ángel protector a modo y manera del flautista de Hamelín. Una vecina mayor y responsable: Matilde, hija de “María la Cambiadora” y esposa del chófer del famoso abogado Rogelio Pérez Burgos. Tendrían que ver a la patulea de niños (de ambos sexos) repeinados, camisa limpia (que no azul) y ganando en fila india la Puerta de Purchena, por calle Las Cruces y Alfareros. Y de allí a plaza de La Catedral a contemplar, en primera línea, el Encuentro del Nazareno y la Dolorosa ante el palacio episcopal, entre el fervor y recogimiento nacionalcatolicismo impuesto por el llamado Nuevo Orden. La Virgen saliendo de la propia catedral y el impresionante galileo de corta zancada de Las Claras, mientras que seminaristas y seises cantaban el Stábat Máter y el Miserere de Eslava.

No obstante, la proximidad del convento franciscano era nuestro faro y guía; especialmente el patio -colindante al taller de Jesús de Perceval-plagado de oficiales del Ejército de los cercanos Pabellones Militares, en calle Ramos. Con el Descendimiento (para nosotros, Desprendimiento) y la dolorosa sevillana de Castillo Lastrucci. Virgen del Consuelo que procesionaba el jueves y sábado Santo. En esta segunda ocasión de forma austera, sin parafernalia alguna y doble fila de vecinas rosarios y velas en ristre. Desde la iglesia conventual salí por vez primera de penitente. La segunda y última con Banca y Bolsa (hoy El Amor, de San Sebastián). Con túnica y capirote me tocó flanquear a fray José Bernal OFM delante de la imagen mariana. Y la altura de dos “sádico” ¿músicos? tocando sendos bombos durante toda la santa noche. Pertenecientes a la banda de cornetas y tambores de Cruz Roja que ensayaban en el Hogar del Camillero, al comienzo de Alfareros/Las Cruces.

Grupo Escolar Calvo Sotelo.
Grupo Escolar Calvo Sotelo.

El suplicio cesó al llegar a la plaza Circular, junto a la estatua de La Caridad Universal. Ahí confluíamos los nazarenos de los cinco pasos que por entonces (años cincuenta) conformaban la multitudinaria procesión del Silencio; parada previa al ascenso por un Paseo a oscuras. El inenarrable espectáculo en el cauce seco no lo recogen las crónicas del diario Yugo en sus anodinas y clonadas crónicas de año tras año: niños y adolescentes con el hábito por los suelos haciendo nuestras necesidades fisiológicas al pie de las moreras; o enfrentados en improvisadas guerrillas a ciriazo limpio. Cirios con bombilla alimentadas con pilar que nos quedábamos antes de su entrega a las puertas del templo. El orden volvía a aquel campo de Agramante a toque de clarín o de los campanillazos de los omnipresentes diputados de tramo.

Pese a su insoportable ruido, los “bombos” del Silencio no nos causaron trauma alguno

Naturalmente, las vivencias no quedan ahí. Prosiguen con la subida en vìacrucis al Cerro y el solemne cortejo del Santo Sepulcro. El anecdotario es abundante. Como el guardar sitio en un velador del Café Español para toda la familia (la consumición no iba más allá que un refresco o café con leche por cabeza) o las perrerías inferidas a los penitentes de larga cola negra del Entierro a su paso por la plaza Lugarico (Masnóu). Sin embargo esto último debe quedar bajo secreto de sumario, al menos hasta que no se edite el libro que me tiene encargado la junta de gobierno de la Real e Ilustre Hermandad con motivo de su Centenario. Curiosamente coincidente el próximo Viernes Santo con aquel 7 de abril de 1923 en que la cofradía fue fundada en el domicilio del Dr. Eduardo Pérez Cano, su primer hermano mayor.

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