Semana Santa

El más hondo y sincero poema religioso

  • El Cristo de Velásquez fue creado para un convento, un lugar de oración

Cristo de Velázquez, en el Museo del Prado.

Cristo de Velázquez, en el Museo del Prado. / Javier Lizón/Efe

El Cristo de Velázquez fue creado para un convento, un lugar de oración. Por eso hay que imaginárselo en medio de una sobrecogedora oscuridad, en una estancia donde se reza permanentemente. No es fácil explicar este cuadro sin estar frente a él. Y más difícil aún es apreciarlo a distancia como espectador. Animo a los lectores que cuando acudan del Museo del Prado, se planten delante de esta obra maestra y dediquen unos minutos a contemplarla en vivo, sin prisas y sin acompañantes. Aunque suene exagerado o algo fanático, opino que el visitante tiene que tener un encuentro personal con esta obra. Miguel de Unamuno compuso un precioso poema sobre ella, calificado por Pedro Salinas como “el más hondo y sincero poema religioso desde del Siglo de Oro español”.

Este lienzo lo encargó Jerónimo de Villanueva para el convento de San Plácido de Madrid, fundado por él mismo en 1623. La investigación sobre la raíz y desarrollo de este acuerdo entre el pintor del rey y el aristócrata sigue abierta hoy en día. Es importantísimo saber dónde estaban destinadas las obras de arte para entenderlas bien. Una vez una persona dijo: “Opino que las piezas colgadas en las paredes de un museo pierden parte de su esencia y belleza al estar descontextualizadas”. Al principio pareció un argumento exagerado, pero hay parte de razón. El “Cristo de Velázquez” fue creado para un convento, un lugar recogido, seguramente oscuro, un lugar de oración. Por eso, hay que imaginárselo en medio de una sobrecogedora oscuridad en una estancia donde se reza permanentemente. Además, fue pintado para ser visto desde arriba. Es trabajo del espectador imaginarse todo este contexto. Se necesita un esfuerzo para viajar en el tiempo y en el espacio.

Es cierto que el fondo oscuro en los retratos de Velásquez es muy repetido, pero este necesitaba un énfasis de ello para que sintonizase con la oscuridad de un convento. Asimismo, con ese fondo negro (aunque no sea completamente negro), el autor consigue transmitir algunas de las principales sensaciones que buscaba: silencio, quietud y serenidad. Al contemplar el Cristo hay que evadirse en un silencio absoluto, casi pavoroso. Como se puede apreciar, Jesús tiene la herida del costado, esto es el indicador de que es un Cristo muerto. Sabiéndolo, entendemos que ese silencio y esa serenidad que emana de la pintura hacen referencia al fin de la dolorosa Pasión de Cristo. Se han acabado el tormento y la agonía de la historia de la salvación. Cristo ha muerto y la calma invade el mundo. Con la resurrección, las sensaciones serán alegría y paz, pero desde la muerte de Cristo hasta cumplir los tres días, lo que la humanidad siente es silencio sepulcral, quietud, sosiego y quizá miedo.

Para favorecer todas estas ideas en la parte formal y estética de esta obra, se intuye una preocupación del pintor por no equivocarse. Acude estrictamente a las raíces de la belleza en el arte: la cultura clásica. La figura de Cristo tiene todos los cánones clásicos de la escultura griega. Para lograr la típica curva praxiteliana de la cadera generada por el contrapposto de las piernas, el pintor optó por componer un crucificado con cuatro clavos en vez de tres. Este detalle, junto con una representación apolínea de la anatomía, generan un cuerpo perfecto según la estética griega. Además, para conseguir una indiscutible claridad y nitidez, el artista sevillano reduce al máximo la presencia de sangre en el cuerpo de Jesús, limitando su presencia en la madera de la cruz, que por cierto, también la representa lisa y pulida colaborando así en la limpieza de la composición. A eso le sumamos la inmejorable iluminación barroca, absolutamente dominada por este gran maestro. El resultado es de una belleza intachable. La belleza de el cuerpo de Dios. Tanto le preocupó este resultado que, a la hora de representar el rostro, temía por arruinar la excelente composición con un gesto facial equivocado, por ello que superpuso un velo de cabellera que cubriría al menos a la mitad de la cara.

En resumen, por un lado Diego Velázquez buscó la máxima belleza para esta pieza. Una belleza que fuese espejo de la belleza divina, y de la belleza de la salvación del mundo. Y por otro lado, mientras las pinturas barrocas de crucifixiones siempre fueron cargadas de sufrimiento, dramatismos y tensión, el maestro hace parar el tiempo con su obra, y nos invita a una calmada reflexión introspectiva, en el silencio interior conmovedor.

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