El extraño juego de azar al que se juega solo en Turre y en Navidad
TRADICIONES
Cada año se construye el boliche, pequeña pista rectangular acabada en un semicírculo con un agujero, en el que se lanzan canicas
Se desconoce su origen y desde cuándo se practica
Hay construcciones que nacen con el sino de durar poco, muy poco. Ese es el caso del boliche, una pequeña pista de juego que cada año se construye en Turre por Navidad y que, pasado el día de Reyes, se ‘rompe’.
El boliche es algo tan típico de la Navidad como el belén, el árbol, los regalos o las luces de colores para los turreros. ¡Cuántas tardes de diversión se recuerdan alrededor del boliche, con una cerveza en la mano y una tapa de jibia del Bar de Félix!
Cuando se acerca la Nochebuena, el bolichero saca ladrillos y yeso y construye en las inmediaciones de la plaza del pueblo (previa autorización municipal) un rectángulo con uno de los lados menores, el del fondo, cerrado en semicírculo. El terreno debe tener cierta inclinación, de forma que en la parte más alta se sitúe la línea de lanzamiento, y en la más baja un agujero de unos ocho centímetros de diámetro, donde hay que introducir las bolas, llamado jícara o jíquera. La pista suele tener un metro de ancha y unos tres metros de longitud. Este año, por cierto, ha cambiado su ubicación tradicional, pero para desplazarse solo unos metros, en busca de mayor actividad.
El boliche es el nombre que recibe tanto el juego de azar como la pista donde se practica. Es una tradición muy arraigada en Turre desde no sé sabe ni cuando. Tampoco se conoce su origen. Es una tradición que, por suerte, y a pesar de los cambios de hábitos y las nuevas tecnologías, no se ha perdido, ya que cada Navidad tiene una gran afluencia de público. No hay datos sobre cuándo apareció, o desde dónde llegó este juego, pero todas las generaciones recuerdan haber jugado o haber visto cómo lo hacían otros.
¿Cómo se juega?
El modo de juego es sencillo: el lanzador de las seis bolas actúa a la vez como banca. Éste debe igualar las apuestas de los demás jugadores, que se sitúan alrededor del boliche. Si alguien apuesta 2 euros, el lanzador debe poner otros tantos encima. Las apuestas son libres, cada persona puede jugarse el dinero que desee, aunque la banca puede indicar cuál es su límite. Una vez concluidas las apuestas, el dinero queda a la vista en un lateral del boliche. Entonces el lanzador pone las canicas en juego, sujetándolas entre la palma de la mano y el suelo, y deslizándolas sin sobrepasar la línea de lanzamiento. Su objetivo es introducir un número par de bolas. Si lo consigue, o no introduce ninguna, gana la partida y se queda con el dinero de todas las apuestas. Si introduce un número impar de canicas, pierda la partida y el dinero, además del puesto de lanzador, que será ocupado por otra persona que lo desee.
“Ahora juegan sobre todo los niños, que apuestan un euro que le dan los padres, pero hace años recuerdo cuando era niño partidas de muchas miles de pesetas”, rememora ‘Rúper’, el bolichero.
Su papel también es muy importante para el desarrollo del juego. El bolichero, además de encargarse de la construcción del boliche, vela por su mantenimiento, limpieza y paz. Pertrechado con una escoba (antiguamente de palma) se encarga de retirar las impurezas y de recoger en barrida el dinero del lanzador cuando gana. En ese caso, recibe una cantidad como gratificación. Algunos bolicheros ilustres han sido Diego ‘el Jura Jura’ o Juan González ‘el Chinita’.
Asociadas a este juego hay una serie de expresiones populares que los jugadores o espectadores suelen pronunciar. Por ejemplo, cuando se introducen las seis bolas en la "jíquera" se dice que han entrado "de moclón", mientras que cuando el lanzador pierde, se le suele mandar a "llorar a una retama".
Quedan pocas horas para echar una partidas al boliche y ganarse unos eurillos. Antes o después de la cabalgata de esta tarde, o mañana tras abrir los regalos de los Reyes Magos es un buen momento para dejar la videoconsola, levantarse del sillón y salir a la calle, a la Plaza de la Constitución para vivir algo que es una tradición única.
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