Juan Martín 'El Empecinado'

Cierran el Consistorio los diez últimos años del rey Neto.

Miguel Galindo (Profesor De Literatura)

24 de diciembre 2012 - 05:01

EN la primera entrega nos ocupamos de comentar el vocabulario que Galdós registra en el episodio titulado Cádiz (Episodios Nacionales, 1ª serie nº 8), conmemorando de esta manera la Constitución de 1812.

Ahora continuamos con el titulado Juan Martín «el Empecinado» (1ª serie, nº 9). Galdós sigue ilustrando este primer periodo constitucional, concretamente la lucha de las guerrillas en el centro y este de la península, al norte de la divisoria trazada por el río Tajo. Dicha táctica se intensifica cuando el emperador Napoleón I inicia la campaña de Rusia. La historia real, vida de Juan Martín Díez, El Empecinado, y la historia ficticia de Gabriel Araceli contribuyen a la exaltación del ejército popular, dirigido y gobernado por las Juntas, frente al rey impuesto José I. La campaña que se narra se localiza en Brihuega, se dirige a Borja y trata de derrotar al ejército francés en la línea del Ebro, para evitar el asedio a la ciudad de Valencia.

Por primera vez nos encontramos con el apodo. En 1814 Juan Martín es ascendido a Mariscal de campo, y se gana el derecho a firmar como El Empecinado de forma oficial, sancionado por el rey. Con este apodo se construye el verbo «empecinar» (y sus formas conjugadas: «se está empecinando», «nos empecinamos», «ejército empecinado»), el adjetivo afectivo y diminutivo «empecinadillo» y «empecinadito», hasta el grito de alerta y ataque de los guerrilleros nacionales «¡los empecinados, a las armas!».

Es famosa la respuesta años después de Juan Martín al rey, quien le proponía unirse a los Cien mil hijos de San Luis (1823): «Diga usted al rey que si no quería la constitución, que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos». De ahí la asociación actual con« tozudez, cabezonería»; pero, desde otro punto de vista, leal fidelidad a los principios constitucionales jurados.[

En el cap. VI nos recuerda Galdós cuál era el lema que Juan Martín repetía como un «remoquete»: «España, el Rey, la Constitución». De ahí que, ante las dudas suscitadas por las continuas maniobras conspiradoras del propio rey, se acuñase la expresión «echarse a la calle» y la pregunta «¿Nos echamos o no nos echamos?». La finalidad era «limpiar España de franceses». La contradicción resultaba obvia: la garantía de una España constitucional vendría de Francia, pues Inglaterra, pese a su alianza, es considerada protestante y, por tanto, poco adaptable al modelo español y sospechosa para la «cleriguicia», representada por el personaje guerrillero Mosén Antón (precedente del fraile trabucaire de las posteriores guerras carlistas).

Así queda clara una vez más la antítesis básica: Mosén Antón, servil y «El Empecinado», constitucional. Uno al servicio del Antiguo Régimen (absolutista) y otro, en la defensa de la Soberanía nacional (liberal).

Junto con los cuerpos de guerrilleros luchaban cuerpos del ejército al mando de las Juntas. Por tanto vamos a encontrar la mirada dual en las distintas posiciones ante la guerra en el propio bando español: guerrilleros / realistas y serviles. La presencia de un bebé adoptado por los guerrilleros, que los acompaña en las batidas, apodado «el empecinadillo» por pertenecer a esta partida, simboliza el nacimiento de la constitución del 12, nacida al amparo de una situación internacional excepcional. Esta «mascota» huérfana acompaña a los defensores de la patria, como la constitución del 12 debía proteger al pueblo soberano y a la España asediada, con sus reyes secuestrados en Bayona.

Las denomina «lucha de partidas», organizadas según tres tipos de «caudillaje» (Jefes, caudillos y cabecillas). Los «cabecillas» podían diferenciarse por su distinto sentido moral en: guerrillero, contrabandista y ladrón de caminos. La guerra de la Independencia se había convertido en una «gran academia del desorden», en «una escuela del caudillaje» que se define así: «arte de improvisar ejércitos y dominar una comarca». Afirma Galdós que es una «ciencia de la insurrección» y en ese momento «los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional».

En el cap. IX amplía el tema: los guerrilleros tienen de su parte «elección del sitio, hora y el abrigo del terreno, con posición favorable y retirada segura». Para ejemplo nos relata el sitio de Borja. El ejército del Empecinado estaba formado por «rudas partidas de campesinos», de ahí la dificultad de su mantenimiento como ejército regular y la denominación partidas grandes.

En el cap. XXI volvemos a encontrar el tema de la teoría de las guerrillas: «Se organizan como se disuelven, por instinto, por ley misteriosa» y «la partida victoriosa tornó al punto a la sierra». Ahora estamos en el asedio a lo largo del río Tajuña (Guadalajara) con «pequeñas partidas que recorrían la sierra y el río Tajuña, por su vertiente izquierda». En algunos casos se convertían en «cuadrillas de salteadores», una alternativa a la «partida de guerrilleros», si bien los enemigos acabarán considerando, a unos y otros, «gente astuta».

Mientras tanto, el personaje de ficción Gabriel Araceli, narrador protagonista, acabará por encontrarse con el héroe histórico (Juan Martín) en una escena memorable (cap. XXXIII). Se hallan reunidos los generales Pedro Villacampa, D. Juan Martín y Vicente Sardina para decidir sobre la suerte del guerrillero Mosén Antón Trijueque, cura de Botorrita, que se había pasado al bando francés atacando a las tropas españolas. El orgullo del cura le impide solicitar clemencia al general, quien a pesar de ello se muestra benévolo y lo sentencia a volver a su curato en Botorrita. Ante las chanzas y crueldades que le prodigan los soldados, Gabriel Araceli lo libera y lo deja marchar. Un gesto noble de la «aristocracia de las almas» que defiende la condesa al prometer en matrimonio a su hija Inés con Gabriel: «¡Cómo se elevan las personas, Dios mío, cómo triunfan finalmente las dotes elevadas del alma, abriéndose camino por entre la miseria, la humildad y el olvido del mundo, para establecer su imperio sobre las gentes!», y concluye con esta interrogación retórica: «¿quién puede negar que existe una aristocracia de las almas cuya nobleza, aunque la ahoguen desgracias y privaciones, al fin ha de abrirse paso y llevar su dominio hasta las mismas esferas donde campean llenos de hinchazón los orgullosos?». La conclusión era obvia: «Ejemplo eres tú, ¡hijo mío!...», el representante de una nueva sociedad de los méritos: Gabriel Araceli, Juan Martín, frente a la de los privilegios de cuna.

Mientras tanto las disposiciones constitucionales se desarrollan y de su aplicación surgirá la sociedad contemporánea: ley electoral, ley de imprenta, ley jurisdiccional, etc., entre ellas la liquidación y cese inmediato de los representantes nombrados por José I, sospechosos de afrancesados, y elecciones para la constitución de ayuntamientos que reúnan los requisitos descritos y comentados por Pepe Esteban en la página anterior. Hemos de recordar que la experiencia doceañista se cerró en 1814 y que Carboneras se queda sin corporación municipal, hasta 1820, cuando el trienio liberal. La invasión contrarrevolucionaria acordada en el Consejo de Verona (1822, por la Santa Alianza), al mando del duque de Angulema, devolverá el vecindario de la Carbonera a Sorbas y se cerrará el consistorio carbonero durante los diez años últimos del rey «Neto» o rey «felón» (1823-1833).

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