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La espiral del serpentín que destila la esencia perfumada de Sierra Cabrera, asciende suavemente a veces, otras en duras rampas, hasta el punto más alto: el cerro Mezquita. El camino, con pecas de albaidales y espartizales, atraviesa el caño de la fuente de La Carrasca que surte de agua a las pequeñas huertas para después, todo seguido, guiados por las marcas de jarales, tomillares y romerales, llegar hasta el cruce del collado Cufrías desde el que se avista la cortijada de Los Moralicos.
En aquella cortijada a la izquierda según se baja el camino, se vino a vivir, o por mejor decir lo vinieron a vivir, Martín Torres Zamora con ocho años, quien entre Cufrías y Los Moralicos, Los Moralicos y Cufrías, se tiró allí hasta los treinta años de edad, "me tuve que ir a Turre cuando de aquí se quitaron los colegios. Me marché ya casado con Cristina Colmenero y con dos hijos". Al decir de Martín en aquel entonces se vivía "pues mire usted, bien, se vivía bien de los animales, no tanto de las tierras. En el pueblo quizá se vivía peor porque no tenían para comer como lo había aquí". Había tierra, huertas en las que se cultivaba todo lo posible por cultivar.
Martín señala dónde estaba la escuela "la quitaron y por eso fue que nos tuvimos que ir de aquí. Al médico teníamos que ir a Turre o al más cercano. Entonces no había ni carretera, la hicimos los propietarios allá por los años sesenta y ocho o sesenta y nueve". Cuenta Martín Torres que ahí arriba de Sierra Cabrera, en Los Moralicos, "vivía bastante gente entre Cufrías, El Puntal, Los Moralicos, y habían bastantes cortijos, sí, vivía bastante gente aquí". Los habitantes de entonces bajaban a Turre en caballería, a la compra de lo que no tenían arriba.
Los días de fiesta se pasaban bien, "nos juntábamos todos, había baile, en aquella época se pasaba bien para lo que había". ¿Y el cine, Martín? "Aquí no había cine, alguien tocaba la bandurria, otro el acordeón y a bailar se ha dicho en buena unión los vecinos y familias, porque aquí éramos casi todos familia. Entonces se pasaba bien, hoy no es la situación de la vida aquella. Hoy ya vienes aquí por capricho". Martín Torres calcula que es propietario de unas cincuenta hectáreas de terreno en Sierra Cabrera.
"Casi desde que pude andar ya practicaba la caza, con la edad de catorce, quince, dieciséis años, ya cazaba. Con mi padre, con los amigos, desde que me reconozco siempre se ha cazado por aquí". Estos recuerdos se unen al del trabajo de sol a sol, únicamente se dejaba de trabajar si la lluvia lo impedía, entonces trabajabas en casa. "Y si tenías que hacer alguna cosa no importaba si era festivo, se hacía". Antes, los chiquillos hacían la comunión en la Carrasca, había una ermita, y cuando ya de mozos se casaban, entonces bajaban a Turre.
Al olor de la paella el camino se achica, la conversación discurre por el mismo camino que tantas veces ha caminado Martín. Al subir la cuesta se gira para mirar la casa en la que vivió durante años. Poco más arriba a Martín lo esperan un sinnúmero de amigos, además de casi toda la familia. Es un hombre que siente con todos los sentidos, su tierra querida: Sierra Cabrera.
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