Miriam y Montse; diez años y una misma rabia
Piedras Redondas y Nacimiento comparten desde hace unos días el más que dudoso honor de haberse convertido en el escenario de dos crímenes terribles.
Cualquier crimen es un espanto; la naturaleza humana se despliega con su abanico más cruel, sin esas cortapisas que el miedo o las convenciones sociales que impiden dar rienda suelta a los impulsos más primitivos. En el caso de que las víctimas sean niños, se disparan sensaciones de incomprensión absoluta ante la falta de una explicación medianamente sensata a una reacción que termina con la vida de alguien que no le ha dado tiempo a causar mal alguno. La inocencia truncada de raíz en medio de un salvajismo atroz. En febrero del año pasado se cumplieron diez años desde que otro crimen revolvió las entrañas de la sociedad almeriense. Después de estar dos días desaparecida (curiosa y trágica vuelta del destino) una caja de cartón escondía el cuerpo de Montserrat Fajardo cosida a puñaladas. El pasado Día de los Inocentes (de nuevo una paradoja macabra) el cuerpo sin vida de Miriam de apenas 16 meses de edad. Los mismos gestos, las mismas palabras, la misma rabia se asentaba en una sociedad que jamás está vacunada contra estos hechos.
El domingo 17 de marzo de 2002 a las siete de la tarde, fue la última vez que se vio con vida a Montserrat Fajardo. Salía de una fiesta de cumpleaños. Guapa, lista y cumplidora con todo, en su casa no se lo explicaban. De inmediato se dio aviso a las patrullas de la Policía Nacional para que la buscaran. Los vecinos rastrearon todos los rincones del barrio, calle por calle, casa por casa, salvo en una, el número 130 de la calle Sierra de Fondón. Quienes más se afanaron por hallarla, quienes más sentían su pena, eran sus propios asesinos. El lunes, después de peinar los barrios de Piedras Redondas y Los Almendros, una dotación policial descubría una caja de cartón que no estaba allí minutos antes. En su interior yacía la pequeña Montse. Sus siete años se terminaron con más de cuarenta puñaladas en un ensañamiento inconcebible.
Al día siguiente, unos escolares encuentran en la Carretera del Butano a Antonio Cortés, tío de la pequeña, ahorcado en un árbol. A sus pies, tres montones de sal que la sabiduría gitana explica con que "se ha hecho justicia". La rabia lo invade todo cuando poco después era detenida Juana, tía de la niña y más aún cuando se hizo lo propio con su hermana Engracia. Al estupor de ver cómo una vida se arrebata de una manera tan cruel, se une la incomprensión de que hubieran sido su propia familia, sangre de su sangre, quien la truncó. Los sentimientos se dispararon y se temió lo peor en un barrio en el que todos son familiares. Los unos y los otros, buenos y malos, inocentes y culpables; cada uno cargó con su etiqueta y quienes llevaban marcado el estigma de pertenecer a la rama equivocada del árbol familiar, llegaron incluso a abandonar sus viviendas huyendo de linchamientos que se anunciaban a vos en grito.
La policía tuvo mucho que ver en que la situación no llegara a mayores. Con un cadáver fue suficiente. Pocas veces se asistió a un funeral semejante; el destrozo de varias familias que pasaron de ser vecinos a ser enemigos. Embarazada de seis meses, el alma de Joaquina, la madre de Montse, estaba en el mismo ataúd blanco en el que descansaba la niña de sus ojos. "Nos han roto a nuestra niña" decía el cura Carlos Huelín. Antonio Iglesias García, El Payo, pedía desde el púlpito una tranquilidad que a duras penas se pudo mantener: "estamos muy enfadados y con ganas de hacer muchas cosas; pero este enfado y esa desazón no vale para nada. No vale para nada la Justicia de los hombres. Para entender y sobrevivir a esta dura realidad, hay que escuchar la voz de nuestra niña". Preguntas que se lanzan al aire, porqués que nadie contesta. Cuando lo hicieron, fue peor ya que demostraba cuán difusa es la línea que separa la vida y la muerte de un ángel que se marchó demasiado pronto. Invasión de medios de comunicación llegados de todas las partes del país llevaban el morbo en directo. No se verían defraudados. Almería perdió en esa ocasión su virginidad en la lucha por las audiencias, por ver quién ponía más drama en una situación que no lo requería. La falta de noticias más trascendentes que llevarse a la programación hizo el resto.
El entierro de Antonio, el ahorcado en Pechina fue otra cosa. El pueblo estaba blindado por una operación jaula de la Guardia Civil que incluía controles en todas las carreteras de acceso, patrullas a caballo y varios helicópteros que rompían un silencio que de podía cortar.
Los días siguientes fueron una carrera para tratar de explicar lo inexplicable. Todos trataban de encontrar las razones que movieron a cuatro personas a terminar con la vida de alguien de los suyos; Montserrat era la persona más indefensa del mundo. Se habló de móviles sexuales, de saldar una deuda pendiente, de ajuste de cuentas, como si la niña tuviera algo que ver con todo eso. Al final, como también suele suceder, la razón, el móvil fue más aterrador: fueron los celos que sentían entre ellos los que desencadenaron una venganza atroz. Montse era en centro de atención, por su hermosura, por su actitud, por su sonrisa, por las notas que sacaba en el colegio, sencillamente por ser como era. Demasiado simple, aunque tan real como unos hechos que costaba trabajo no considerar como una pesadilla.
La misma actualidad que nos lleva a catalogar como viejo algo que sucedió ayer , nos ha vuelto a recordar que los hechos más trágicos y más incomprensibles, corren el terrible riesgo de repetirse.
De nuevo una niña que no aparece y unos hechos que se conocen con certeza para después sumergirse en la incertidumbre.
El pasado 20 de diciembre, Jonathan Moya cogió a su niña de 16 meses en la estación de tren de Guadix rumbo al cortijo en Nacimiento. Es la última vez que se la vería con vida. Al día siguiente empieza la búsqueda. De la Policía de hace una década a la Guardia Civil, encargada de esa demarcación. Se estudia el coche de Jonathan, se desplazan patrullas y helicópteros; se tiene la sensación de que está cerca, que la niña está viva y que pueden localizarles a ambos. La noticia llega a los vecinos, las cadenas de televisión (de nuevo la falta de algo actual que llevarse a la parrilla juega en contra del esclarecimiento de los hechos) llegan a una comarca no acostumbrada a convertirse en plató de programas encargados más de destripar famosillos que de conceder un mínimo de seriedad a algo más serio.
Los carteles de Jonathan inundan todos los rincones; se inspecciona cada cortijo hasta que dan con el que buscan y le detienen. La niña no está con él y se desatan todas las alarmas. Tardan poco en apagarse y comenzar a sonar a duelo, tan pronto como el presunto asesino se derrumba ante los agentes que le preguntan una y otra vez qué ha hecho con Miriam. Una balsa de riego de Abrucena, una bolsa lastrada y en su interior 16 meses de vida que no cumplirán más.
De nuevo las mismas escenas, algunas contadas a golpe de exclusiva, la misma rabia que se adueña de quien no se considera de la misma especie de quien hizo una cosa semejante, los mismos vecinos que no entiende cómo, las mismas preguntas que buscan porqués de manera desesperada, como si fuera algo imprescindible para continuar con sus vidas normales.
En Palma del Condado, a 400 kilómetros de donde fue asesinada, un ataúd blanco volvía a encender esas pasiones que tenemos reservadas a estos momentos; de nuevo los porqués a algo que no tiene explicación y de nuevo las mismas manos a a la cabeza sin llegar a entender del todo cómo es posible que alguien haga algo así con alguien que conoce y que alguna vez quiso.
Conforme pasan los días se irá olvidando y las páginas que contaron una historia tan cruel, se colorearán de amarillo. En uno, cinco o diez años se recordará su aniversario y volverán las cámaras a tratar de recordar algo que, seguro, nadie querrá hacer.
No hay dos crímenes iguales aunque la casualidad de la vida tiene a veces reservado su lugar para el asombro por lo mucho que se parecen dos hechos tan separados en el tiempo. Desde hace diez años se ha cambiado mucho, pero las lágrimas de Montse son las mismas que las que se derraman por Miriam, dos ángeles que vieron interrumpida su vida entre la rabia de todos.
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