Un breve encuentro

Cuento de Navidad

Visitas de familiares y amigos Una señora evocaba una vieja vecindad que le interesó hacer valer; yo tenía un año menos, pero aquellos tiempos son para mí los de más vago recuerdo

Agustín Belmonte

30 de diciembre 2013 - 01:00

TODOS los años, en Navidad, recibimos visitas, llamadas y mensajes de familiares y amigos felicitándonos las fiestas. Este año, sin embargo, una de estas visitas ha sido singular: una señora que desde el primer momento ha invocado una antigua amistad, una vieja vecindad -¿no la recordaba?- que ahora le interesaba hacer valer. Yo en un primer momento me he quedado estupefacto: ella ni lo ha sospechado quizá -¿o sí?-, pero hubo un tiempo en que para mí esta mujer fue muy, muy importante.

Yo tenía un año menos que ella. O quizá éramos los dos de la misma edad. Aquellos tiempos son para mí los de más vago recuerdo, esa edad de nadie -doce, trece años quizá- en que se mezclan las épocas porque la infancia ha acabado pero la adolescencia, etapa de amigos del alma y amores primerizos con la vida en el tiempo más presente posible, aún no ha comenzado. Rafa, mi vecino, era entonces mi mejor amigo. Él venía de la provincia. Sus padres habían vendido las tierras del pueblo y, con ese capital, habían comprado la que llamábamos "mansión de los Villaverde", una casa hermosa, hecha nueva para aquella familia a comienzos de los cincuenta por el arquitecto Guillermo Langle sobre dos o tres antiguas casas de las de arquito en dinteles de puertas y ventanas, tan típicas de Almería, y que unidas formaban un solar enorme. La madre de mi amigo Rafa instaló una tiendecita de fruta y verdura en la cochera que los Villaverde habían hecho construir para un Seat 1500 que tenían entonces. También alquilaba habitaciones a otras familias que venían del mismo pueblo que ellos a probar suerte en la capital: en aquella casa llegaron a vivir, además de los propietarios y sus hijos, diez o doce personas, a media pensión o pensión completa -"habitación con derecho a cocina", se decía-. Recuerdo a algunas: las dos hermanas recoveras, un par de viejecitas -o a mí me lo parecían- enlutadas, con mantón, pañuelo a la cabeza, medias y alpargatas, que salían muy de mañana con sendos canastos de caña al brazo llenos de huevos, y se pasaban el día en la calle, vendiéndolos por toda la ciudad, y volvían exhaustas ya de noche. Había también un hombre joven que no trabajaba porque tenía no sé qué enfermedad en los pies y se pasaba el día arriba y abajo por la acera, aburrido, apoyándose en dos bastones y descansando a intervalos en una silla de anea que sacaba a la acera. O la familia que traía otra niña preciosa, de la que se enamoraría al perder mi amigo Rafa. Y la de esta señora, una niña entonces, con quien estos días navideños, brevemente, he vuelto a encontrarme.

La chavala me parecía escultural, bella, deslumbrante. Morenísima, lucía una gruesa trenza de pelo azabache hasta la cintura. Sus ojos eran enormes, tremendos, abanicados con languidez melosa por unas pestañas largas hasta lo increíble. ¡Cuánto, cuánto me dolía su indiferencia! Sentado en el tranco de mi casa, merendando quizá aquel pan con aceite y azúcar que mi madre me preparaba, la veía pasar, siempre acompañada por su padre o su hermano, flotando sobre sus piecitos de muñeca, dentro de un vestidito blanco que realzaba aún más lo moreno de sus brazos, tersos y suaves, y la angulosidad de sus finas manos de bronce: me quedaba hipnotizado mirándola hasta que trasponía la esquina. Jamás volvió la cabeza.

La vida siguió su curso. La adolescencia avanzó. Cambié de amigos. Mi vecino Rafa y yo nos fuimos distanciando y comencé otras amistades, no menos sinceras, no menos intensas que aquella, con otros amigos del alma que compartían conmigo canciones y gritos de protesta, ilusiones nuevas y nuevas frustraciones. Y una tarde la vi. Iba de la mano de su novio, y me miró. Maldije el día y la hora. Me reí de mí, idiota admirador un día -sin razón- de una ninfa inaccesible. Me sentí primero engañado. Luego, decepcionado. Por fin, recobrado de mi estupor, rehecho, aprendí que los primeros amores son tan dolorosos en su momento como los de madurez, que ese dolor es a veces muy necesario y que, para bien o para mal, nos curte.

No sé precisar cuánto tiempo después, la volví a ver. Me la encontré en una esquina, casi me topé con ella. Me esquivó graciosamente, evitó en lo posible mirarme, sonrió como a escondidas y, con una carrerita alada, se metió en un portal de aquella calleja del casco antiguo en que se escenificó el casual encuentro: ¡conque vivía allí! Las tardes siguientes frecuenté aquella callecita, por si otra vez la veía. Pero eso no sucedió. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando ella me ha reconocido ahora que me veía desde una ventana de su casa, celada tras los visillos, que le sorprendió mucho mi presencia allí, mi actitud, y que hubiera deseado bajar, hacerse ver, no sabía… Pero que no tuvo valor.

Me ha pedido ayuda para conseguirle a su hijo un puesto de trabajo. No le he prometido nada.

Otro día recibo una caja de vino. Me la envía mi viejo amigo Rafa, qué casualidad, con una felicitación navideña. Me pregunto cómo le habrá ido. Le llamo para agradecerle el detalle. Y, sorpresa, lo coge ella, su voz es inconfundible. Aprovecho que no espera que sea yo y no me ha reconocido: un amigo. Se pone Rafa. Tras el protocolo inicial le voy sonsacando que se prometieron nada más conocerse, que lo de aquel segundo novio con el que la vi sólo fue por despecho, durante una de sus peleas de enamorados, y que claro que se casaron.

Me siento engañado. Sin motivo: quién soy yo. Pero engañado.

Rafa me pregunta por lo de su hijo. Le digo que no se preocupe.

FIN

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