El cine: arte contemporáneo

Cultura

Un 28 de diciembre, hace 130 años tuvo lugar la primera proyección cinematográfica abierta al público

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Los hermanos Auguste Marie Louis y Nicolas Lumière.
Los hermanos Auguste Marie Louis y Nicolas Lumière. / D.A.

A la vuelta de unos meses, exactamente el 28 de diciembre, hace 130 años tuvo lugar la primera proyección cinematográfica abierta al público. Sucedió en París, en el Salón Indien del Gran Café. Ya, anteriormente, por primavera se había celebrado en Lyon una primera presentación reservada solo a científicos, políticos y artistas, pero fue en el Día de los Inocentes cuando el cine proyecto su primera exhibición comercial. Los hermanos Lumiere, Auguste y Louis, en la llamada Ville Lumiere, ¡¡los hermanos Luz!! proyectaron ese día diez películas de 50 segundos. Así pues, se cumplen 130 años, desde aquel nacimiento.

El cine es hijo de la fotografía. Y no es pura casualidad que su precursor Thomas Edison hablase de “fotografía animada”, ni tampoco que el padre de los hermanos Lumiere fuese propietario de un estudio fotográfico. Como bien sabe, amigo cinéfilo, el cine es 16, 18 ó 24 fotografías por segundo. Es imagen en el tiempo, en posible movimiento y transformación, en relación con otras imágenes: esa es su verdadera esencia. No la narración, ni el plano seguido de contraplano.

Si lo comparamos con otras artes y con otros medios de representación y comunicación como la radio y la televisión, el cine fue extraordinariamente veloz en su expansión y desarrollo. Todo lo contrario; con el arte pictórico y la escultura que tardaron siglos en liberarse de su sometimiento al poder religioso, político y económico. Sin embargo, en su primer siglo de vida, el cine logró plantear y desarrollar todas las fases y posibilidades principales propias de cualquier arte. Primero la progresiva creación de los distintos lenguajes y géneros, con espléndidas cintas mudas, la mayoría con música de autores como Vértov y Vidor. Desde un primer momento el cine optó por documentales, narraciones y dibujos animados, los precursores de cómic. En una segunda fase, ya con sonido, alcanzó su plenitud, con obras que luego le llamaremos clásicas. Estamos ya en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, gracias a directores como Hitchcock, Kurosawa, Ford, Bergman, Wilder, Buñuel, entre otros, y a diversos guionistas, directores de fotografía y colaboradores varios. En el cine la autoría suele ser colectiva.

Ya en los años setenta el cine desarrolló la fase de liberación en busca de más profundidad libre de los convencionalismos y normas anteriores. En ese lugar está perfectamente ubicado David Lynch.

Ya desde sus inicios el arte cinematográfico no quería convertirse en una novela o en un teatro filmado como se sigue haciendo en televisión y en vídeo para acabar siendo en sus formas más populares, comerciales y convencionales. Demostraba querer ser distintas cosas: un documento visual, una serie de fotografías y una pintura en movimiento o un relato narrativo de ficción. Esta última opción es la que ha tenido más éxito.

El cine es un medio ideal para representar las relaciones que se dan en una realidad dinámica y cambiante y es capaz de expresar en un solo gesto lo que un escritor de novela solo podría expresar en varios párrafos o incluso páginas de un libro. En contra del tópico que afirma que el cine es incapaz de transcribir las grandes obras novelísticas, creo que es evidente que muchas cintas son tan buenas o incluso mejorando los relatos en que se inspiran.

El cine fue, ha sido y será el arte propio y específico del siglo XX y lo sigue siendo del siglo XXI. Por ello, con un alto grado de humildad, creo que es un tremendo y anticuado error que los historiadores del arte contemporáneo y de la narrativa moderna todavía no consideren al cine como una parte muy importante en estos dos ámbitos: narración y documento.

“Centauros del desierto”, mitología en los anales de la cultura popular

Un autor cinematográfico del talante y calibre de John Ford (Maine, USA, 1894 – California, USA, 1973), de cuya abundante y heterogénea filmografía, he extraído esta película que se estrenó en nuestro país el 16 de junio de 1961, no solo para espectadores muy avezados y cinéfilos, sabias y muy estimulantes lecciones, pues logró dominar su oficio a la perfección, era necesario volver a revisionar esta singular cinta, pues entre casi sus 150 películas a lo largo de 50 años de carrera, se pueden rastrear las huellas de un cineasta fuera de lo común, hasta el punto de reinventarse continuamente como creador y suscitar entre sus colegas los más sonados elogios, como fue el caso de Fellini, Capra, Wilder, Hitchcock, Vidor Godard, Truffaut, etc. Un realizador dotado de una capacidad ilimitada para componer personajes, vidas y emociones de una complejidad moral inaudita.

Fotograma del largometraje ‘Centauros del desierto’. John Ford, 1956.
Fotograma del largometraje ‘Centauros del desierto’. John Ford, 1956. / D.A.

Citar un solo filme en la historia del cine que refleje nítidamente la madurez que alcanzó el western tras décadas de intenso recorrido por los caminos más variopintos y, en ciertos casos, con los argumentos más simplistas, habríamos de elegir, por razones más que obvias, “Centauros del desierto” fue como se tituló en nuestro país (The Searchers). No solo por tratare de una de las películas más sólidas, hermosas e inspiradas de John Ford, ni por el irresistible magnetismo que destilan sus poderosas imágenes sino porque en ella se concentran todas y cada una de las múltiples señas de identidad de un género predestinado a convertirse, desde su nacimiento, un espejo de una mitología sin parangón en los anales de la cultura popular, supo imprimir a la cinta ese fuego abrasador que envuelve la atormentada existencia de sus protagonistas, empezando por la figura premeditadamente ambigua, malhumorada y esquiva de Ethan Edgard (un John Wayne memorable), el héroe de turbio pasado, con algunos brotes xenófobos incluidos.

Las primeras imágenes de la película constituyen la invocación de un mito. Una puerta que se abre en la oscuridad y un minúsculo jinete que se acerca desde el horizonte en medio de una nube de polvo a través de los resecos escenarios del Monument Vallery, mientras escuchamos los primeros compases de la formidable banda sonora de Max Steiner. Como sucede en otros tantos western de Ford, la utilización del paisaje como elemento dramático constituye otra de las grandes potencias de su filmografía.

En total, una obra maestra sin paliativos.

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