El parqué
El mercado se recupera
En Turre, la calle de Las Palmeras guarda el secreto de la paciencia, la dedicación, la superación, tres cualidades conjugadas en el verbo del arte, de poner color, forma, profundidad, espacio, a una tela blanca con un plumerillo pincelado rematado de impasto.
Los martes y jueves, de diez a doce de la mañana, veinte mujeres, a veces quince, a veces más, según, con su maletín de madera bajo el brazo, con sus ilusiones prendidas en la paleta, acuden a clase de pintura si bien, el profesor, Juan Casado, dice que practican una labor terapéutica porque salen de casa, se olvidan de las faenas domésticas, entablan charlas acerca de esto y lo otro sin dejar de trazar rayas, brochazos, manchas, punteados.
Desde primera hora, este abrasador agosto provoca en el asfalto de Turre el efecto visual de agua, fenómeno que se da porque la temperatura aumenta conforme se está mas cerca del pavimento acostumbrado a acumular como pocos materiales el calor del sol durante todo el día.
Isabel Ayora es diestra pero pinta con la mano izquierda y sube con muletas a la escuela de pintura. Si sabrá ella de pavimentos calurosos, lo mismito que Luisa Morales, ambas con sus achaques, con sus cosillas de las piernas, con unas ganas, con una ilusión de chavalas, ahí, ante el lienzo, con el alma puesta en la obra cromática surgida de lo más íntimo de su ser.
Pinturama, que nombre tan bonito, Pinturama. Ea, que a Rosalina Gispert, a Micaela Rosa, se les puso en la montera una Asociación Cultural en Turre y bautizaron Pinturama a la criatura, camino lleva a tres años de existencia. La Asociación crece y crece en actividades: clases de cerámica, pintura en madera, abalorios, y esta cosa ¿cómo se llama, hombre? ¿Quién dijo que la falta de memoria es signo de inteligencia? Ya está, por Dios: Taller de recuperación de memoria.
Juan Casado camina de un lado a otro de la sala. Se detiene ante cada óleo, indica o corrige, aclara dudas, descubre secretos, todo ello recreándose en la suerte, con calma, con atención, con sonrisa de saber que nada sabe porque es sabio, porque sabe que la técnica se aprende, porque el arte se lleva dentro y ha de salir de lo hondo.
En el caballete de Paquita Fernández, lo que será un bello ramo de flores se desborda por la cesta ya elaborada pincelada a pincelada, calmosamente, sin prisas, lo mismo que antes pintó el paño en el que descansa el cestillo, lo mismo que antes pintó la mesa que cubre el paño. Tal vez, cuando termine el cuadro, esta obra de arte formará parte de la exposición colectiva que Pinturama celebra en plena calle de Turre. Es una exposición al aire libre, los cuadros se cuelgan en las rejas de las ventanas, o simplemente se apoyan en la acera, tal como en el Barrio de Montmartre en París, solo que más cerquita, aquí al lado, en Turre.
No hay dinero que pague tanto arte, así que en la Asociación Cultural de Turre, Pinturama, pues eso, que hacen rifas, venden lotería, las socias abonan sus cuotas religiosamente e, incluso, contribuyen altruistamente con su pueblo como fue el caso de la rifa de un cuadro del profesor Juan Casado para recaudar fondos destinados a la pintura de la iglesia, templo que algún día tendrá un reloj en condiciones de dar la hora.
Mire usted por dónde la coincidencia de todas las alumnas que hoy han acudido a la clase, en señalar que la alumna más destacada, Begoña Haro, se ha venido sin los pinceles. No todos los días son iguales como tampoco el talento que, de cuando en cuando, se torna perezoso.
El calor de la sala de pintura es humanamente superior al climatológico, que ya es decir. Las alumnas, las artistas, se jalean unas a otras, se dan ánimos, componen el cuadro del compañerismo, de la amistad. Ángeles Pérez Agüero toca y retoca el bodegón del que parece se van a salir las panochas de maíz colgadas de una viga de madera justo encima del dintel que da al huerto, una composición pictórica que copia de algún maestro impresionista veneciano o qué importa de quién.
Los distintos artistas tienen sus trucos para poder dar a la pintura el aspecto de veladuras, imágenes en profundidad, y detalles personalísimos a veces desapercibidos a una simple mirada. Juana Torres se afana en un jarrón con una ristra de ajos apoyados en su base, Bárbara y Rosalina plasman paisajes de Turre.
Cada una está a lo suyo y de reojo a lo de las demás, por ayudar más que nada. A poco atento que sea el observador aprecia en los trazos, en las miradas, en el semblante, todo el interior de estas artistas, su particular mundo, el que casi es desconocido para ellas mismas.
Después, terminada la clase, vuelta a lo de siempre: la compra, los hijos, los maridos, la casa, el trabajo, o sea, el ajetreo real de cada día que pasa hasta la próxima clase, ocasión de dar suelta a los sueños.
Pinturama, que nombre tan bonito, Pinturama.
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