Ese altar colectivo gigante de Leganés

Contracrónica UDA

Es como autoconvencerte de que nada puede salir mal, reafirmarte en una certeza imaginaria que te tranquiliza y te excita a la vez, aunque en el fondo sepas que no hay red

Aficionados del Almería, camino a Butarque. No sabían la agonía que les esperaba...
Aficionados del Almería, camino a Butarque. No sabían la agonía que les esperaba... / Javier Alonso

Al vecino de Juan le faltó tiempo después del Alcorconazo para buscarle la boca a este. Cuando se cruzaron en su barrio al día siguiente de aquella sorpresa mayúscula que convirtió en villanos preventivos a Zarfino y a Fran, y que lo único que hizo fue aplazar la gloria (ya, también aplazó la agonía), apareció con la escopeta cargada, como de costumbre cada vez que el Almería patina, que parece que estuviera escondido detrás de la esquina el tío malafollá. “Parece que soy yo el que marco o fallo los goles, o se cree que soy el mismísimo Turki”, me cuenta Juan, aludiendo a la pretendida socarronería del susodicho, un alto mando en el ejército de los tocahuevos que abundan en ese universo extraño de los que no tienen ningún interés por el fútbol, ni por evitar hacerle la vida desagradable a los demás.

Hay gente para la que, siempre y en toda circunstancia, supone una idea fantástica y supongo que muy divertida meter sus sucios dedos en las llagas ajenas a la mínima oportunidad, sin que, claro, ni le vaya ni le venga. En sus cabezas suena espectacular, supongo, pero en realidad denotan ausencia de empatía y de habilidades sociales básicas. “Cuando ganamos o vamos líderes no dice ni mu”, añade Juan, mientras apretamos el paso al comenzar a ver las primeras camisetas rojiblancas y a escuchar el murmullo que ya asoma desde la Plaza Mayor de Leganés. “Pues claro que no dice nada, y si lo hace será para restarle mérito o quitarle importancia a lo logrado”, le respondo. Es de primero de envidia.

Al vecino de Juan le explotaría la cabeza si tuviera que intentar asimilar lo que supone para un aficionado de un equipo de fútbol, me da igual de cuál, vivir días como el del domingo

Al vecino de Juan le explotaría la cabeza si tuviera que intentar asimilar lo que supone para un aficionado de un equipo de fútbol, me da igual de cuál, vivir días como el del domingo. Y no me refiero a la gloria conquistada, sino al camino, con todas sus piedras desprendidas de Cañaretes imaginarios, sus salteadores de diligencias o sus endiabladas curvas. Petaría si pudiera comprender que aquello trasciende al fútbol y al resultado, que pasa a convertirse en otra cosa mucho más sublime, a la que seguramente nunca conseguirá ni acercarse.

Se caería de bruces si, aunque fuera por un instante, pudiera estar sentado en una de las mesas que rodean a la plaza, mientras espera unos suculentos huevos rotos con chistorra, o lo que quieran ponerle los desbordados camareros, y se une al cántico que va prendiendo de mesa en mesa, de corrillo en corrillo. Nunca hacer hora fue una actividad más gratificante que cuando se viene un partido grande y tus miedos y tus anhelos, tus nervios y tu ilusión, los colocas en un altar gigante junto a los de los demás, para ofrecerlos al destino de forma comunitaria. Es como asegurarte que nada puede salir mal, reafirmarte en una certeza imaginaria que te tranquiliza y excita a la vez. Si todos estos amigos que cantan las mismas cosas y visten las mismas camisetas que yo están en el barco, tiene que llegar a buen puerto, te autoconvences, aunque en el fondo sepas que no hay red, y que, como diría Juan, tú no eres el que marca los goles.

No quiero ni imaginarme a aquel patoso social en el fondo sur de Butarque en el minuto 89. Posiblemente salivaría al ver esas caras de sufrimiento, de resignación en los más pesimistas y de estrés pretraumático en la mayoría. Esas miradas vacías y esa especie de shock que se presenta implacable cuando el camión está a dos ruedas y la inercia lo está llevando irremediablemente al balate. Esos resoplidos y aspavientos. Esas lágrimas, el desconsuelo de la decepción gigante, repetida siete días después como salida de la mente de un guionista hijoputa. No quiero imaginar que el vecino de Juan abriera la boca en aquel instante.

Prefiero colocarlo en el autobús de César, que tuvo que parar siete veces en el camino de ida(¡siete!) para descargar vejigas, la última de ellas a apenas tres kilómetros de Leganés. O en otro de los buses, esta vez de vuelta, mientras sus integrantes hacían la liturgia del shalalalala en un área de servicio a las 2 de la mañana. O cuando varios vecinos de la Plaza Mayor, poco antes de empezar la marea hacia el estadio, lanzaban barreños de agua y saludaban desde sus balcones a los acalorados aficionados, que respondían con aplausos y vivas a Leganés.

Espero que haya buscado a su vecino tras volver de Leganés, aunque sabiendo de lo buen tipo que es Juan, seguramente le habrá dicho que el barco todavía tiene plazas libres, por si quiere sumarse. Cabe, pese a todo. Lo que no podrá vivir ya será el 29 de mayo en Leganés. Eso ya es historia.

stats