La crisis catalana

El día de la vergüenza

  • Crónica postrera de la jornada del 1-O, nueva efemérides de los lamentos secesionistas y el mayor fracaso reciente del Estado, sólo salvado a última hora por el discurso televisivo del Rey

Agentes antidisturbios de la Policía Nacional forman un cordón de seguridad en los alrededores del colegio Ramón Llull de Barcelona el 1-O.

Agentes antidisturbios de la Policía Nacional forman un cordón de seguridad en los alrededores del colegio Ramón Llull de Barcelona el 1-O. / Alberto Estévez / EFE

Barcelona es una ciudad charnega, de rumba y Diagonal, le gustan los bares y rivaliza con Madrid en ser la inventora de las patatas a la brava. Poco antes de las dos de la tarde del 3 de octubre del año pasado –dos días después del referéndum–, tomaba una cerveza en el bar Gamba Dos, justo en la divisoria entre el barrio de Gracia y el Ensanche, cuando una chica que estaba en la mesa de al lado me oyó hablar por teléfono. Supongo que con acento andaluz. ¿No eres de aquí?

Me expliqué: soy periodista, tal y cual, entre Cádiz y Sevilla... Y se echó a llorar. Sí, a llorar, una desconocida, menuda y rubia, comenzó a relatar que no aguantaba más en Cataluña, que estaba harta de la presión de sus compañeros de oficina, que había tenido que bajar al bar a tomarse un café. Era el 3 de octubre, el día que se había convocado la llamada huelga de país, un paro general convocado por los independentistas para protestar por lo sucedido el domingo anterior, el 1-O.

Lo que ella me contó ya me lo habían explicado algunas personas con las que hablé esos días: en las conversaciones de familia y de trabajo ya no se aceptaba ni el silencio ni la fingida indiferencia, había que posicionarse y posicionarse era estar con la independencia.

El referéndum del 1 de octubre fue un éxito para los independentistas catalanes. No fue absoluto ni pleno, porque no lograron segregar al país de España, pero la ineficacia del Gobierno central para impedir la votación y la rabia violenta con la que respondió aquella mañana de domingo cargó las baterías de la propaganda independentista para mucho tiempo. Convirtió el 1-O en otra fecha más de calendario histórico de los lamentos catalanes, junto a la guerra de los Segadores, el asedio de Barcelona o el fusilamiento de Companys. Sin esa imágenes de televisión donde se ven a los policías y guardias civiles españoles pegando a unos ciudadanos que iban a votar, imágenes que fueron la apertura de los informativos internacionales, el procés se habría venido abajo días después, hundido en la improvisación, cobardía y ridiculez de algunos de sus dirigentes.

Siempre pensé, y así lo relaté en aquellos días en estas páginas, que el Gobierno de Rajoy lo hizo muy mal, pero que ellos, el ejecutivo de Puigdemont y sus aliados, lo hicieron peor. Unos no se creyeron la fuerza independentista; pero los otros, improvisaron.

El viernes anterior, 48 horas antes del 1-O, visité uno de los colegios donde se debía celebrar el referéndum. Era la escuela Univers, pegada a Gracia, un barrio entre hípster y alternativo de la zona alta de Barcelona, muy propio del movimiento soberanista. El colegio estaba ocupado desde muy temprano por padres y por los alumnos más pequeños del colegio. Jugaban en talleres, cantaban, otros comían, las madres contaban con un programa de actividades para todo el día, tenían hasta una encargada de atender a la prensa. Y para la noche, había convocada una cena de tarteras. La fiesta de la llegada del tardor, del otoño. Todo muy propio de una revolución de pijamas, un tanto infantil me pareció, pero efectivo: de este modo, nadie podría cerrar lo que luego sería un colegio electoral.

En aquellos momentos, todos los periodistas que no éramos catalanes creíamos que sucedería lo que el presidente Mariano Rajoy venía repitiendo desde las últimas semanas: que el referéndum no se celebraría. No habría urnas, no habría papeletas y no habría censo y, por supuesto, no había ninguna legalidad que lo amparase.

Pero ya ese viernes por la tarde comenzamos a entender que nadie podría cerrar buena parte de los colegios señalados como electorales. El sábado por la mañana hice el mismo recorrido y todo seguía igual y en calma. Una pareja de mossos iba al colegio cada dos horas, informaba que el referéndum no se podía celebrar y que, por tanto, el colegio tenía que estar vacío en la madrugada del domingo.

La dirección de los Mossos no tenía ninguna intención de abortar el referéndum y mucho menos de emplearse con dureza contra sus vecinos. Como después se vería, la actitud de los policías autonómicos y de su jefe, Josep Lluís Trapero, fue de plena pasividad, aunque fue un cambio jurisdiccional el que dio la cobertura.

El fiscal jefe de Cataluña, José María Romero de Tejada, había dado unas instrucciones muy precisas a Trapero: los colegios debían estar cerrados y vacíos el viernes por la tarde, y había que establecer un cordón a su alrededor para que nadie metiese las urnas y las papeletas. Si el operativo se hubiese llevado a cabo, los colegios no habrían sido utilizados. Pero días antes, una juez del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Mercedes Armas, se hizo con el dispositivo para impedir el referéndum. Ordenaba que no se celebrase, pero eliminó el blindaje de los colegios y añadió una salvaguarda: la acción no debía alterar el orden natural de los ciudadanos. Perfecto, a eso se iban a agarrar los responsables del cuerpo de Mossos.

Por tanto, el viernes estaba todo muy claro. Para quien lo quisiera ver, por supuesto. En Barcelona no había nadie del Gobierno. No estaba ni Rajoy ni su vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, responsable política de la Operación Diálogo. Tampoco el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido. Ante la inminencia de unos días tan decisivos, aún no se comprende cómo estos responsables no quisieron comprobar sobre el terreno cómo se desarrollaba su dispositivo.

Nada. En la sede de la Delegación del Gobierno, un edificio en el barrio del Ensanche, sí estaban el secretario de Estado de Seguridad, José Antonio Nieto, y el coronel Diego Pérez de los Cobos, el mando que debía coordinar todos los cuerpos, incluido el de los Mossos. Había que ser muy cándido para creer a esas horas del sábado que la policía autónoma catalana iba a colaborar.

El Estado buscó las urnas, pero no las encontró, de lo que dedujo torpemente que no existían. Debían haber recordado que la ausencia de la prueba no es prueba de la ausencia. Muchos meses después, un alto funcionario del Ministerio del Interior me explicó que el Estado carecía de agentes de inteligencia en Cataluña. Los pocos que había se venían dedicando a perseguir islamistas, pero no contaban, por así decirlo, con ningún infiltrado en la Asamblea Nacional de Catalunya o en Omnium. Se iba casi a ciegas, las únicas fuentes disponibles eran las abiertas. Es decir, lo mismo que el periodista llegado de afuera, que obtenía mucha información en las web y chats independentistas.

El dispositivo del reparto de urnas se llevó con pleno sigilo. Sólo cuatro personas sabían el operativo: se encargaron en China, zarparon en un buque que las trasladó hasta Marsella y, desde el puerto francés, se llevaron a una localidad cercana a la frontera, una nave situada junto a una Gendarmería. Después, tres camiones las repartieron en ocho puntos en sendas comarcas, y desde ahí, un grupo de voluntarios las fueron trasladando hasta los colegios. Ni el CNI ni los servicios de la Policía ni de la Guardia Civil detectaron los movimientos de los conjurados con el referéndum.

El domingo 1 de octubre me levanté temprano, y poco antes de las 8 llegaba a la puerta del colegio Univers. Con bastante dificultad, porque la cola de vecinos para votar era ya muy larga y la entrada estaba repleta de electores y de periodistas. Dos patrulleros de los Mossos llegaron hasta las puertas a través de un pasillo que le hicieron los asistentes, avisaron de la ilegalidad del referéndum y se marcharon entre aplausos.

Minutos después, hubo un intercambio de llaves entre una comisión de padres que se iba y los organizadores del referéndum, que estaban dentro del colegio desde la madrugada. Las mesas estaban listas y las urnas colocadas, todo preparado, había interventores de varios partidos y organizaciones y a viva voz se fueron pidiendo voluntarios para constituir las mesas.

Cuando todo estuvo preparado, comenzaron a entrar los votantes. Primero, la gente más mayor, algunos iban en silla de ruedas. Todo muy cívico. A primera hora de la mañana se había anunciado desde la Generalitat que habría un censo único, de modo que cada cual podía votar donde pudiese, pero el sistema informático fallaba bastante. Fue en esos momentos cuando empezaron a llegar a los móviles las imágenes de los asaltos de la policía nacional a algunos colegios electorales. Cerca de allí, en el instituto Ramón Llul, los antidisturbios golpearon a los electores para entrar en el centro, salir con el material electoral y abrirse paso en la calle. Lo mismo ocurrió en el instituto Jaume Balmes. Poco después de las nueve de la mañana, el Ministerio del Interior dio la orden de salir hasta algunos colegios para impedir la votación, después de constatar que los Mossos no iban a colaborar.

Demasiado tarde, y demasiado mal. Cualquier experto en control de masas sabe que ésa era una misión imposible, los agentes salieron del barco y de los pisos donde se alojaban con un listado de colegios para cerrar, pero los centros ya estaban por esas horas repleta de votantes. Ni los palos con porras ni las pelotas de goma consiguieron nada; todo lo contrario, dieron carta de realidad a lo que sólo iba a ser una performance política. Un desastre, del que nadie se hizo cargo ni en Interior ni en el Gobierno.

Todo lo contrario. Al impacto del 1 de octubre precedió el silencio por parte del Gobierno, quedó noqueado, ausente, sin iniciativa, mientras todas las televisiones internacionales repetían las imágenes de las cargas de los policías españoles contra unos indefensos votantes. La Generalitat contabilizó 893 heridos, muchos de los cuales simplemente fueron votantes que acudieron a los servicios de Urgencias de los hospitales y centros de salud alentados por los organizadores del referéndum. Es cierto que hubo cargas y algunos heridos de cierta gravedad, una persona, Roger Español, perdió un ojo por un pelotazo de goma en Barcelona, pero también otras exageraron, incluso una mujer intentó engañar a los medios con una falsa agresión sexual.

El lunes y el martes fueron días de mucha tensión en Barcelona. Un nutrido grupo de manifestantes cercó la Comisaría general de Vía Layetana, el centro quedó cortado al tráfico y en muchas poblaciones se sucedieron los escraches en los hoteles donde dormían policías y guardias civiles. De Pineda de Mar, gobernada por un alcalde socialista, se tuvieron que ir. La humillación fue máxima.

Fue el martes por la noche cuando el rey Felipe VI tuvo que pronunciar su discurso televisado, y no fue tanto un mensaje dirigido a los catalanes independentistas, sino al resto del país y a los ciudadanos de Cataluña que, hasta aquel momento, habían permanecido callados, sin líderes ni dirigentes que se atreviesen a romper la espiral de silencio que había impuesto el nacionalismo.

Ésa fue la gran virtud del discurso real, con una contundencia inédita, con la advertencia de una dura respuesta, llenó un vacío que el Gobierno había dejado al este de España.

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