Maravilloso artefacto
Veo el mundo como una gran sinfonía | Crítica
Publicada por Pepitas de Calabaza, la nueva entrega de Mireya Hernández confirma la brillante singularidad de una escritora que reúne aquí una fascinante colección de momentos y vidas
La ficha
Veo el mundo como una gran sinfonía. Mireya Hernández. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2025. 208 páginas. 21,80 euros
La novela y sus aledaños suelen llevarse el protagonismo, pero hay que consignar la vitalidad del ámbito de la no ficción cuando los textos no estrictamente periodísticos, críticos o ensayísticos comparten la feliz promiscuidad de la narrativa, quizá porque también son narrativa. Partiendo de la idea inicial del encuentro, de las vidas que se cruzan como en el film de Altman inspirado por los relatos de Carver, el nuevo libro de Mireya Hernández ha reunido una colección de historias mínimas protagonizadas por personajes célebres o individuos anónimos, trazando una singular cartografía que pretende reflejar la evolución de las sociedades contemporáneas desde la segunda mitad del siglo XIX. Veo el mundo como una gran sinfonía es un libro híbrido que discurre entre la crónica, el ensayo, la prosa lírica, el diario y la narración de microhistorias o microrrelatos, a veces de un solo párrafo o una sola frase, atravesados por motivos recurrentes que aportan algo de continuidad a una relación aleatoria e imprevisible. “Toda historia remite a otra historia que a su vez remite a otra historia que a su vez remite a otra historia”, leemos en la cita preliminar de Bolaño, pero es la asociación libre o libérrima la que guía a la autora a la hora de recopilar los fragmentos de realidad –arrancados “al vacío que crece”, de acuerdo con la imagen de Perec– que adquieren gracias a su peculiar mirada una cualidad imaginaria.
La recreación del pasado, lejos de la mera arqueología, está llena de resonancias
En efecto, la mayor parte de lo que se nos cuenta es real, pero la inserción de sucesos fabulados y sobre todo el tono –“como dijo el gran Ramón: la realidad es mentira”– le dan al libro un aire fantástico. De un modo general y nada petulante, sino al contrario, como en la idea de bajar a las personalidades de sus pedestales o de poner en el primer plano las vidas olvidadas por los relatos oficiales, la cultura es el nexo común de muchas piezas, partes de un engranaje mayor que se visualiza a través de ellas. Sólo el catálogo de nombres propios ocuparía varios párrafos, pero la erudición de Hernández –incluidos los guiños a los juegos oulipianos y la tradición de las vanguardias– es de la clase que llamamos festiva y su recreación del pasado, lejos de la mera arqueología, está llena de resonancias. El hundimiento del Titanic, un “otro heterónimo” de Pessoa, el atentado de Mateo Morral, una conmovedora visión de Thomas Bernhard, las luchas del sufragismo, el incendio del Hindenburg, la soledad y el misterio de Emily Dickinson, la destrucción de los nativos norteamericanos, la increíble historia del guardabosques golpeado por siete rayos a lo largo de su vida, los encuentros de Jimi Hendrix y Miles Davis, Einstein y Ramón Gómez de la Serna, Duchamp y Man Ray, Nico y Andy Warhol, Wilde y Toulouse-Lautrec, Béla Tarr y Lászlo Krasznahorkai: el “puzle gigante” de Hernández es un artefacto, como también lo llama la autora, maravilloso e inclasificable, lleno de curiosidad, ingenio y delicadeza.
Más allá de su estructura musical en cuatro movimientos, Allegro, Adagio, Minueto y Finale, la “gran sinfonía” se vuelca en una prosa de ritmo muy cuidado, donde el horror de las guerras convive con un humor derivado del asombro ante la condición humana, apresada en su devenir cotidiano o en las circunstancias más extraordinarias. No hay nada obvio y a la vez todo va quedando claro, a medida que nos dejamos llevar por la lógica interna de unas historias que se suceden sin asomo de linealidad, sirviendo su mencionado carácter imprevisible de abono a la expectativa. El título, según explica al final la autora, proviene de una película documental del director lituano Robertas Verba, de la que tuvo noticia por el libro, Vilnis, que Bárbara Mingo dedicó a seguir las huellas del pintor y músico M. K. Ciurlionis. A ese libro pertenece la frase, citada por Hernández, que explica su perspectiva y el propósito de fondo: “En este mundo infinito no hay más remedio que discriminar, pero en el detalle late todo lo que está fuera del encuadre, el propio encuadre genera un mundo verdadero, armonioso y completo alrededor”. Algo de falso o imposible documental, en el que hasta la IA está representada, tiene este libro sorprendente que engancha y fascina y lleva al lector a desear que no se termine nunca.
Un secreto orden
La predilección de Mireya Hernández por lo fragmentario ya estaba en sus libros anteriores, la novela Meteoro (Caballo de Troya, 2015) que acogió Elvira Navarro, primera editora invitada del sello fundado por Constantino Bértolo, la miscelánea Modos de caer (Newcastle, 2021) en la exquisita editorial de Javier Castro y el ensayo Jonas Mekas. El paraíso recobrado (Zut, 2023) que le publicó Juan Bonilla, pero quizá sea en su nueva entrega, publicada por otro editor de culto, Julián Lacalle, donde más claramente se vea el alcance de su poética narrativa. También en el citado Modos se recogían episodios concretos, referidos a caídas literales o metafóricas, para contar lo que la autora llamaba una “historia de los vencidos”, como aquí a través de distintas voces que crean un paradójico efecto de intimidad. Llama la atención el contraste entre el procedimiento, aparentemente sencillo, y la ambición de fondo, o sea el modo en que una relación necesariamente incompleta de momentos específicos aspira a reflejar algo tan inabarcable como el rumbo de la humanidad durante el último siglo y medio. Si observamos con atención esos fragmentos aislados, como al descifrar en un espejo las letras invertidas del capítulo donde el texto se transcribe al revés, veremos que conforman figuras con sentido. Al relacionar unos y otros se revela, como por arte de magia, un secreto orden dentro del caos.
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